La película Spotlight es la historia – basada en
hechos reales – de una investigación
periodística realizada por una sección especializada del diario Boston Globe.
El tema de fondo son los abusos sexuales de curas católicos con niños y niñas
de la diócesis de Boston, en edad escolar. Se habla al principio de casos
aislados y de manzanas podridas, pero el curso de la investigación viene a establecer
la existencia de una pauta de conducta continuada, y la certeza del conocimiento
sobrado de los hechos por parte de la jerarquía, que adopta al respecto un
modus operandi basado en la ocultación y el disimulo.
Los periodistas de
la película tienen que oírse en media docena de ocasiones la importancia del “bien”
que vierte a manos llenas el obispado sobre la ciudad, la “gran labor” que está
desarrollando hacia los humildes. Quienes defienden a la iglesia insisten una y
otra vez en un cuadro mixto de luces y sombras, y tratan de evitar la denuncia
con el argumento socorrido de que se corre el peligro de tirar el niño con el
agua sucia de la palangana. A conciencia de que lo que están haciendo es
guardar el agua sucia con el niño sin limpiar.
El esquema de
conducta es trasplantable a otras latitudes y a comportamientos de orden
distinto. No solo de la iglesia católica, aunque entre nosotros tenemos a
varios Romanones y arzobispos en la misma sintonía. El punto crítico en
estas cuestiones es la correlación estrecha que existe entre poder y
abuso. Una correlación que no se extiende, claro está, al cien por cien de los
poderosos. En la película, cuando los investigadores están centrados en once
casos de pederastia, un psicólogo experto en el tema cuantifica en el 6% del
censo eclesial las “manzanas podridas”, de modo que en función de esas cifras,
en Boston debería haber en torno a 90 casos. Al final, salen más.
Salen más porque el
manto protector proporcionado por la institución, la sensación de impunidad,
acentúa la tendencia al abuso y a la depredación. La relación del PP con la
corrupción es un ejemplo claro de esta dinámica. Políticos corruptos los ha
habido antes del PP, de otras formaciones, de distintas tendencias. Pero las actuaciones
de los estamentos del partido forzando plazos y acumulando recursos en busca de
la fecha de prescripción; las repetidas absoluciones por falta de pruebas, y sobre
todo la sensación de protección y comprensión desde arriba (los “sé fuerte,
Luis”, los “sabes que te quiero mucho”) han disparado un boom de corrupción
difícilmente comparable con cualquier otra época de nuestra historia.
No es tanto el
hecho corrupto en sí lo que conduce a la desmoralización social, como la
actitud que adopta ante él la institución implicada. La iglesia católica
conserva la fe acrítica de sus feligreses en relación con todas las circunstancias
relacionadas con su gestión; no solo con la doctrina. Una crítica a la iglesia
suena de inmediato a abominación, a despecho, a revanchismo. Los jerarcas
comunistas utilizaron del mismo modo la fe de las masas en una emancipación
futura, en la época de los regímenes del socialismo real. Criticar al partido y
a sus jerarquías era algo impensable, inconcebible. Y en lo que respecta al
Partido Popular, sigue conservando aún el voto de millones de personas a
despecho de la constatación inequívoca de que muchos de sus dirigentes están
utilizando su posición para “forrarse” prevaliéndose de prácticas punibles.
No son, entonces,
las conductas desviadas las que provocan escándalo y rechazo en las diferentes feligresías,
sino el amparo que reciben desde las alturas del poder y sus aledaños; esa regla
torcida de conducta que consiste en tratar de manera diferente a “nuestros” hijos
de puta y a los de los demás. Combatir la corrupción, sin adjetivos ni acepciones
de personas, no se plantea entonces como un objetivo político último, o “máximo”,
sino como el punto inexcusable de partida para ordenar del modo conveniente
toda la vida política.