Necesitamos con
urgencia volver a la empresa, tomar la empresa realmente existente como punto
de partida de los estatutos, las reclamaciones de derechos, los reglamentos y
las constituciones que proyectamos. Giuseppe di Vittorio lanzó la misma alerta a
los sindicatos italianos en los años cincuenta del siglo pasado. Su consigna fue
entonces la vuelta a la fábrica, y hoy se trata de lo mismo pero en un
paradigma nuevo, donde la fábrica ha abandonado su puesto de privilegio como
icono del proceso productivo.
La empresa es un
ente jurídico, una “persona moral” y en ocasiones un mero fantasma, una
tapadera que da cobijo a una realidad inexistente. En algunos aspectos sería muy
preferible hablar no de empresa sino de centro de trabajo. “Ecocentro de
trabajo”, para utilizar una categoría grata a José Luis Lopez Bulla, aunque
conviene advertir que se trata más bien de un desiderátum, porque en la
realidad degradada en la que nos movemos el lugar físico donde se desarrolla la
producción de bienes y servicios tiene poco de ecológico, y tampoco gran cosa
de “centro” ni siquiera de “trabajo”, por lo menos si utilizamos el término en
toda su dimensión ontológica. (Los especialistas prefieren obviar el término “trabajo”
y hablar de “empleo” en tanto que tarea desempeñada por cuenta ajena a la que
se concede convencionalmente un valor económico, y en consecuencia una
remuneración.)
La empresa es, en
todo caso, la célula original y el motor activo para el desarrollo del tejido
de la economía productiva. No parece posible producir nada, en el mundo de hoy,
sin la presencia activa de emprendedores del género que sea (públicos,
privados, mixtos, con o sin ánimo de lucro) que compiten para ofrecer sus
productos en un mercado. Volver a la empresa se utiliza entonces, aquí, en el
sentido de aterrizar en lo concreto y en lo originario, dejando a un lado por cierto
tiempo el mundo intrincado de las macrorrealidades, que oscurecen, más que
aclarar, el panorama. Cuando se reivindican más derechos para el trabajo
asalariado, se tiende a olvidar que tales derechos van asociados a un puesto de
trabajo, en un lugar de trabajo, con una función determinada en un proceso
productivo, e inmerso en la organización de una empresa que gestiona, controla
y desarrolla ese proceso. Las relaciones laborales ni se desarrollan ni se
modifican en abstracto. Añadir o restar una cláusula a una constitución,
redactar un nuevo estatuto de los trabajadores, derogar leyes de reforma
laboral o establecer cualquier clase de entramado jurídico en ese orden de
realidades, puede resultar una tarea perfectamente inútil si se lleva a cabo
desde el apriorismo. El derecho organiza una realidad preexistente, pero no
inventa, ni es capaz de conformar por sí mismo una realidad nueva. Los
empresarios no van a ser más justos y benéficos, ni los trabajadores más
laboriosos y austeros, porque lo establezcamos así en una constitución. Solo se
puede acceder a una realidad nueva a partir de un trayecto bien definido que
una la realidad tal como es con la otra realidad a la que deseamos llegar.
Y ese trayecto no
tiene lugar sobre el papel. Esa es justamente la idea que está detrás de la
consigna de volver a la empresa.