domingo, 14 de febrero de 2016

MURIEL


Hay como una sobreactuación insoportable del destino cuando exhibe su músculo con una persona tan afable, tan dulce, tan – lo digo sin ninguna clase de ironía – desamparada e inofensiva como Muriel Casals. El destino abusa cuando para golpear a su víctima utiliza la trayectoria cotidiana y consabida, pero al mismo tiempo invisible, silenciosa, veloz e implacable, de un ciclista urbano. Entre dos luces de semáforo, en el cruce apresurado de una calle, ay, demasiado ancha.
¿Tuvo que ser precisamente así? Quienes hemos vivido hasta la edad de Muriel y la mía, conocemos de sobra nuestra fragilidad interna, nuestras ya insuperables limitaciones físicas. Esperamos con serenidad el golpe irrevocable, pero ignoramos sus circunstancias. En nuestros cálculos entra tal vez morir atropellados por un camión de mudanzas, no por una bicicleta. La bicicleta es un elemento fútil, imposible de encajar desde un punto de vista moral en la solemnidad extrema del momento decisivo que aguardamos.
Vivir a nuestra edad, en nuestras condiciones, es siempre un lujo añadido. Ha pasado para nosotros la época de las batallas físicas, no aún la de los grandes empeños éticos. Muriel vivió, se comprometió, utilizó como mejor le pareció su libertad y su derecho a decidir. Ningún reproche para ella, entonces. Descanse en paz.
Y, como dijo el Bardo, el resto es silencio.