Hay como una
sobreactuación insoportable del destino cuando exhibe su músculo con una
persona tan afable, tan dulce, tan – lo digo sin ninguna clase de ironía – desamparada
e inofensiva como Muriel Casals. El destino abusa cuando para golpear a su
víctima utiliza la trayectoria cotidiana y consabida, pero al mismo tiempo invisible,
silenciosa, veloz e implacable, de un ciclista urbano. Entre dos luces de semáforo,
en el cruce apresurado de una calle, ay, demasiado ancha.
¿Tuvo que ser
precisamente así? Quienes hemos vivido hasta la edad de Muriel y la mía,
conocemos de sobra nuestra fragilidad interna, nuestras ya insuperables
limitaciones físicas. Esperamos con serenidad el golpe irrevocable, pero ignoramos
sus circunstancias. En nuestros cálculos entra tal vez morir atropellados por
un camión de mudanzas, no por una bicicleta. La bicicleta es un elemento fútil,
imposible de encajar desde un punto de vista moral en la solemnidad extrema del
momento decisivo que aguardamos.
Vivir a nuestra
edad, en nuestras condiciones, es siempre un lujo añadido. Ha pasado para
nosotros la época de las batallas físicas, no aún la de los grandes empeños
éticos. Muriel vivió, se comprometió, utilizó como mejor le pareció su
libertad y su derecho a decidir. Ningún reproche para ella, entonces. Descanse
en paz.
Y, como dijo el
Bardo, el resto es silencio.