Según leo en la
prensa, ni el gobierno en funciones, ni las autonomías descabaladas, ni las
diputaciones puestas en tela de juicio, tienen dinero para celebrar el cuarto
centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, a mes y medio de la fecha de su
memorial (falleció el 22 de abril de 1616). Casi mejor así. De haber con qué,
lo más probable es que se convocara a quinientos académicos de las Españas y
las Américas, y se enhebrara una serie de actos floridos, con presencia de los
medios y asistencia multitudinaria de las autoridades, culminados todos ellos con
misas solemnes y rematados por comilonas a 750 euros el cubierto y con profusión
de langostinos y jamón de bellota cortado con maestría en finas lonchas a la
vista de la respetable asistencia. Es el modo tradicional de festejar la
cultura en este país.
El 2 de abril de
1616 Cervantes, enfermo de hidropesía y de arteriosclerosis, y delicado del
corazón, profesó en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, y por la
gravedad de su estado hubo de hacerlo en su casa, un piso de la calle madrileña
del León, esquina a la de Francos, en la que vivía (más o menos de limosna) con su esposa doña Catalina de Salazar y Palacios, según nos cuenta Luis Astrana Marín. El día 18
recibió la extremaunción. Al siguiente concluyó el prólogo del “Persiles”, en
el que se despide de la vida de este modo: «Adiós, gracias; adiós, donaires;
adiós, regocijados amigos, que yo me voy muriendo…» Un bellaco, el doctor
Cristóbal Suárez de Figueroa, tuvo los santos pantalones de criticarlo incluso
en ese trance, con un comentario desdeñoso hacia quienes hacen «prólogos y
dedicatorias al punto de expirar.» Tampoco había sido muy amistoso el apunte de
Lope de Vega en una carta escrita hacia 1605: «De poetas no digo: ¡buen siglo
es este!; muchos están en ciernes para el año que viene; pero ninguno hay tan
malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote.»
Las idas y venidas
de los huesos cervantinos en los procesos de reforma y ampliación del muy
modesto convento de las monjas Trinitarias, en la calle de Cantarranas (hoy
Lope de Vega), en donde fue sepultado, han sido ampliamente aireadas en la
prensa. Cabe concluir que si una demora de cuatrocientos años no ha bastado
para honrar de manera adecuada al autor del libro más hermoso de nuestra
lengua, tampoco tendrá tanta importancia aguardar para ello cien años más.
Yo, más que con
festines de diseño, preferiré recordarlo con una olla de algo más vaca que
carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los
viernes y algún palomino de añadidura los domingos.
Y en lo que se
refiere a la puntual relectura de su obra, tampoco, todo hay que decirlo, me sentiré
obligado a perdonar o disimular las faltas que en este su hijo (su libro) vea,
pues «ni soy su pariente ni su amigo, y tengo mi alma en mi cuerpo y mi libre
albedrío como el más pintado y estoy en mi casa, donde soy señor de ella, como
el Rey de sus alcabalas, y sé lo que comúnmente se dice, que debajo de mi manto
al Rey mato. Todo lo cual me exenta y hace libre de todo respeto y obligación:
así puedo decir de la historia todo aquello que me pareciere, sin temor de que
me calumnien por el mal, ni me premien por el bien que dijere de ella.»
Que es, en último
término, la forma más sensata y adecuada de tratar este asunto.