domingo, 28 de febrero de 2016

NO HAY DINERO PARA CERVANTES


Según leo en la prensa, ni el gobierno en funciones, ni las autonomías descabaladas, ni las diputaciones puestas en tela de juicio, tienen dinero para celebrar el cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, a mes y medio de la fecha de su memorial (falleció el 22 de abril de 1616). Casi mejor así. De haber con qué, lo más probable es que se convocara a quinientos académicos de las Españas y las Américas, y se enhebrara una serie de actos floridos, con presencia de los medios y asistencia multitudinaria de las autoridades, culminados todos ellos con misas solemnes y rematados por comilonas a 750 euros el cubierto y con profusión de langostinos y jamón de bellota cortado con maestría en finas lonchas a la vista de la respetable asistencia. Es el modo tradicional de festejar la cultura en este país.
El 2 de abril de 1616 Cervantes, enfermo de hidropesía y de arteriosclerosis, y delicado del corazón, profesó en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, y por la gravedad de su estado hubo de hacerlo en su casa, un piso de la calle madrileña del León, esquina a la de Francos, en la que vivía (más o menos de limosna) con su esposa doña Catalina de Salazar y Palacios, según nos cuenta Luis Astrana Marín. El día 18 recibió la extremaunción. Al siguiente concluyó el prólogo del “Persiles”, en el que se despide de la vida de este modo: «Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos, que yo me voy muriendo…» Un bellaco, el doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, tuvo los santos pantalones de criticarlo incluso en ese trance, con un comentario desdeñoso hacia quienes hacen «prólogos y dedicatorias al punto de expirar.» Tampoco había sido muy amistoso el apunte de Lope de Vega en una carta escrita hacia 1605: «De poetas no digo: ¡buen siglo es este!; muchos están en ciernes para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote.»
Las idas y venidas de los huesos cervantinos en los procesos de reforma y ampliación del muy modesto convento de las monjas Trinitarias, en la calle de Cantarranas (hoy Lope de Vega), en donde fue sepultado, han sido ampliamente aireadas en la prensa. Cabe concluir que si una demora de cuatrocientos años no ha bastado para honrar de manera adecuada al autor del libro más hermoso de nuestra lengua, tampoco tendrá tanta importancia aguardar para ello cien años más.
Yo, más que con festines de diseño, preferiré recordarlo con una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos.
Y en lo que se refiere a la puntual relectura de su obra, tampoco, todo hay que decirlo, me sentiré obligado a perdonar o disimular las faltas que en este su hijo (su libro) vea, pues «ni soy su pariente ni su amigo, y tengo mi alma en mi cuerpo y mi libre albedrío como el más pintado y estoy en mi casa, donde soy señor de ella, como el Rey de sus alcabalas, y sé lo que comúnmente se dice, que debajo de mi manto al Rey mato. Todo lo cual me exenta y hace libre de todo respeto y obligación: así puedo decir de la historia todo aquello que me pareciere, sin temor de que me calumnien por el mal, ni me premien por el bien que dijere de ella.»
Que es, en último término, la forma más sensata y adecuada de tratar este asunto.