En el largo
artículo que abre el recién aparecido número 4 de la revista digital Pasos a la Izquierda, Ramón Alós y Pere Jódar realizan
una radiografía realista de la situación actual del trabajo asalariado en
España (1). Conviene confrontar esa radiografía con los ensueños en que se
sume, y nos sume, el empresariado cuando habla de “flexiseguridad”, de
conciliación, de éxito individual, de promoción al mérito y de grandes oportunidades.
La realidad es que se está utilizando el empleo (empleo eventual, temporal,
parcial, precario) como una liberalidad, una concesión graciosa que comporta el
deber de disponibilidad permanente de la contraparte; se cubren los puestos de
trabajo con empleados que se ponen y se quitan en función de que afluyan o no
los pedidos, o simplemente por albedrío del empleador; se eliminan derechos, se
alargan las jornadas sin remuneración complementaria, y se utilizan las ETT
como ejército permanente de reserva a bajo (más bajo) coste.
Todo ello bajo el
patrocinio del Estado. Han sido las reformas laborales – las dos sucesivas, no
ha habido una buena y otra mala – las que han puesto esas armas precisas en
manos del dador de empleo, por considerarlo la figura clave para acceder a una nueva
bonanza económica. Los tribunales, en particular el supremo y el constitucional,
han refrendado la novedad y elaborado la jurisprudencia correspondiente.
El mercado de
trabajo se ha hecho más flexible, pero no por una mayor capacidad de elección y
de protagonismo de quienes forman parte de la fuerza de trabajo, sino por una
adaptación más ajustada a las formas antiguas y nuevas de la codicia
empresarial. La nueva flexibilidad ha traído un crecimiento exponencial de la
desigualdad en el seno de la sociedad. Los índices de consumo han descendido de
forma sustancial (con la excepción, significativa, de los automóviles de gran
cilindrada, los yates y otros artículos de la industria del lujo); el índice de
desempleo, en cambio, se mantiene estable, con el siguiente matiz: los índices
atienden a porcentajes sobre un total que se presume fijo, pero que no es fijo.
De hecho, si el porcentaje se mantiene es porque la población asalariada desciende.
Se da, de un lado, un flujo migratorio considerable a otros países, en
particular por parte de jóvenes bien preparados profesionalmente; de otro lado,
entre los mayores se incrementa el desistimiento de entrar en el mercado
laboral. Son personas que, perdida ya toda esperanza, se marginan de las colas
de solicitantes que se forman en unas oficinas de empleo también privatizadas. Sus
opciones quedarán reducidas en adelante a los avatares de la economía
sumergida, un sector que algunos cuantifican en un 20-25% del PIB.
A esas dos opciones
“naturales” se añaden otras dos causas “siniestrables” de reducción del censo
laboral, cuantitativamente pequeñas pero en modo alguno desdeñables, sobre todo
porque las cifras ascienden de año en año: la primera, los accidentes con
víctimas mortales, que se ceban en los trabajadores eventuales y precarios, en
la “flexi” sin “seguridad”; la segunda, la de los suicidios, debidos a diversas
patologías, pero entre las cuales cabe incluir lo que Richard Sennett llamó la “corrosión
del carácter” en una sociedad en la que las oportunidades de promoción aparecen
progresivamente ahogadas por la imposición brutal de un modelo injusto de
producción y distribución de la riqueza que debería ser común.
Es bien sabida, de
otro lado, la suerte que espera a los refugiados que buscan recomenzar sus
vidas truncadas por la guerra imperialista en sus países de origen. Europa no
los quiere. No los quiere en casa, con derechos, con acceso a la sanidad, a la
educación y a la vivienda que constituyen los novísimos caladeros de márgenes
de beneficio para el capital privado de las sociedades opulentas. Los quieren,
sí, inermes y desprotegidos, en los actuales “no-lugares” de trabajo (como los
definen Alós y Jódar citando a Luciano Gallino), afanados en jornadas sin fin
para el beneficio del señor, según la nueva institución de la figura del
vasallaje que trata de imponer el gran capital, por la fuerza de los hechos y
por la coacción, en las relaciones laborales del mercado global.