martes, 12 de abril de 2016

DE LA FLEXIBILIDAD AL VASALLAJE


En el largo artículo que abre el recién aparecido número 4 de la revista digital Pasos a la Izquierda, Ramón Alós y Pere Jódar realizan una radiografía realista de la situación actual del trabajo asalariado en España (1). Conviene confrontar esa radiografía con los ensueños en que se sume, y nos sume, el empresariado cuando habla de “flexiseguridad”, de conciliación, de éxito individual, de promoción al mérito y de grandes oportunidades. La realidad es que se está utilizando el empleo (empleo eventual, temporal, parcial, precario) como una liberalidad, una concesión graciosa que comporta el deber de disponibilidad permanente de la contraparte; se cubren los puestos de trabajo con empleados que se ponen y se quitan en función de que afluyan o no los pedidos, o simplemente por albedrío del empleador; se eliminan derechos, se alargan las jornadas sin remuneración complementaria, y se utilizan las ETT como ejército permanente de reserva a bajo (más bajo) coste.
Todo ello bajo el patrocinio del Estado. Han sido las reformas laborales – las dos sucesivas, no ha habido una buena y otra mala – las que han puesto esas armas precisas en manos del dador de empleo, por considerarlo la figura clave para acceder a una nueva bonanza económica. Los tribunales, en particular el supremo y el constitucional, han refrendado la novedad y elaborado la jurisprudencia correspondiente.
El mercado de trabajo se ha hecho más flexible, pero no por una mayor capacidad de elección y de protagonismo de quienes forman parte de la fuerza de trabajo, sino por una adaptación más ajustada a las formas antiguas y nuevas de la codicia empresarial. La nueva flexibilidad ha traído un crecimiento exponencial de la desigualdad en el seno de la sociedad. Los índices de consumo han descendido de forma sustancial (con la excepción, significativa, de los automóviles de gran cilindrada, los yates y otros artículos de la industria del lujo); el índice de desempleo, en cambio, se mantiene estable, con el siguiente matiz: los índices atienden a porcentajes sobre un total que se presume fijo, pero que no es fijo. De hecho, si el porcentaje se mantiene es porque la población asalariada desciende. Se da, de un lado, un flujo migratorio considerable a otros países, en particular por parte de jóvenes bien preparados profesionalmente; de otro lado, entre los mayores se incrementa el desistimiento de entrar en el mercado laboral. Son personas que, perdida ya toda esperanza, se marginan de las colas de solicitantes que se forman en unas oficinas de empleo también privatizadas. Sus opciones quedarán reducidas en adelante a los avatares de la economía sumergida, un sector que algunos cuantifican en un 20-25% del PIB.
A esas dos opciones “naturales” se añaden otras dos causas “siniestrables” de reducción del censo laboral, cuantitativamente pequeñas pero en modo alguno desdeñables, sobre todo porque las cifras ascienden de año en año: la primera, los accidentes con víctimas mortales, que se ceban en los trabajadores eventuales y precarios, en la “flexi” sin “seguridad”; la segunda, la de los suicidios, debidos a diversas patologías, pero entre las cuales cabe incluir lo que Richard Sennett llamó la “corrosión del carácter” en una sociedad en la que las oportunidades de promoción aparecen progresivamente ahogadas por la imposición brutal de un modelo injusto de producción y distribución de la riqueza que debería ser común.
Es bien sabida, de otro lado, la suerte que espera a los refugiados que buscan recomenzar sus vidas truncadas por la guerra imperialista en sus países de origen. Europa no los quiere. No los quiere en casa, con derechos, con acceso a la sanidad, a la educación y a la vivienda que constituyen los novísimos caladeros de márgenes de beneficio para el capital privado de las sociedades opulentas. Los quieren, sí, inermes y desprotegidos, en los actuales “no-lugares” de trabajo (como los definen Alós y Jódar citando a Luciano Gallino), afanados en jornadas sin fin para el beneficio del señor, según la nueva institución de la figura del vasallaje que trata de imponer el gran capital, por la fuerza de los hechos y por la coacción, en las relaciones laborales del mercado global.