Los casos recién
conocidos de fraude a la hacienda pública de los ciudadanos Soria López,
ministro de Industria en funciones hasta esta misma mañana, y Aznar López, ex
presidente del Gobierno de la nación y presidente de honor del Partido Popular,
pueden dar la impresión equivocada de que se ha dado una escalada progresiva en
la implicación en la corrupción de la clase política, desde los “casos aislados”
iniciales, y pasando por las categorías profesionales o asimiladas de tesoreros
y conseguidores, hasta salpicar incluso a ministros y presidentes. Lo que ha
existido, sin embargo, es una escalada en el desvelamiento. La corrupción
existía ya de antes, y era sistémica, no puntual. Era también conocida, incluso
aceptada socialmente como signo inequívoco de distinción y de superioridad. Era,
para expresarlo con una imagen que nos retrotrae a épocas y ambientes antañones,
el rasgo distintivo de un nuevo señoritismo.
Con el declive
progresivo de unas estructuras de poder sólidamente enraizadas en la sociedad
ha sido cuando, puestos a tirar de la manta y en función de la magnitud mayor o
menor de las resistencias opuestas, los primeros en quedar al descubierto han
sido los eslabones más débiles de la cadena, y el desvelamiento ha proseguido a
partir de ahí en paralelo al deterioro progresivo del poder que servía de
plataforma sustentadora a todo un entramado, en parte privado y en parte
público, volcado a la “búsqueda y extracción de rentas” al margen de las disposiciones
legales, por parte del capital político.
He tomado las
categorías arriba mencionadas, dicho sea entre paréntesis, del libro de Carlos Arenas
Posadas «Poder, economía y sociedad en el sur» (Centro de Estudios Andaluces,
2015). Allí se manejan para explicar la historia y las instituciones del
capitalismo “extractivo” en Andalucía, pero sus análisis luminosos y llenos de
rigor son aplicables a otras latitudes, como corresponde al hecho de que el
capitalismo andaluz es una peculiaridad regional inmersa en un contexto globalizado.
Del mismo libro,
tomo una cita en nota a pie de página que expresa con claridad el trasfondo y
la trascendencia del asunto: «El fraude es,
pues, un poderoso instrumento de estructuración social, en la medida en que no
todos los individuos tienen las mismas posibilidades de ejercerlo: según la
clase social a la que pertenecen y según la red de relaciones sociales en la
que se hallan inmersos, defraudan o no defraudan, lo hacen en mayor o menor
medida, en un sentido o en otro. Y al hacerlo ponen a prueba su poder, su
riqueza, sus vínculos y su influencia, de modo que se sitúan en un lugar o en
otro del entramado social; y todo ello a la vista de los conciudadanos, de modo
que el fraude adquiere también un poder simbólico, pues al demostrar la fuerza
de quien puede enfrentarse impunemente al Estado incumpliendo sus normas,
legitima y consolida la dominación de las oligarquías sobre la sociedad rural.»
La cita corresponde
a Juan PRO RUIZ, «El poder de la tierra: una lectura social del fraude en la
contribución de inmuebles, cultivo y ganadería (1845-1936)». Hacienda Pública Española. Monografía 1 (1994),
pp. 189-201. La validez del mecanismo descrito por Pro y por Arenas subsiste, a
lo que entiendo, trasplantada a otros tiempos históricos y a una sociedad no
predominantemente rural.