miércoles, 20 de abril de 2016

LA SEGUNDA MEJOR CAMA DE WILL SHAKESPEARE


Seguiré desde Grecia la celebración de Sant Jordi, pero he anticipado mi propia contribución al festejo: hace ya algún tiempo que compré mi libro y mi rosa. De la segunda, poco hay que decir; el libro es “El espejo de un hombre” de Stephen Greenblatt (Debolsillo 2016), una biografía de Shakespeare por uno de los máximos especialistas en el tema.
No lo recomiendo de forma insistente; allá cada cual con sus gustos, sobre todo en cuestiones de erudición literaria. No sabemos gran cosa de la vida de los genios, y hay ocasiones en las que saber más no añade nada a nuestro equipaje para andar por la vida; o incluso, que la ignorancia habría sido una opción preferible.  
En cualquier caso, se cuenta en el libro en cuestión que, llegado el momento de hacer testamento, Will Shakespeare, para entonces un hombre rico y con pujos de nobleza, dejó prácticamente todo a su hija mayor, Susana, y al eventual primogénito varón de ésta. El único hijo varón del dramaturgo, Hamnet Shakespeare, había muerto de enfermedad a los 11 años de edad. Will residía a la sazón en Londres, en unos momentos de mucho trabajo y trajín. Fue avisado de la gravedad del estado de su hijo, pero solo llegó a Stratford a tiempo para el entierro. Recorre su obra el dolor por la pérdida del hijo y presunto heredero de una supremacía bien asentada en la actividad teatral de la época isabelina.
Susana había contraído matrimonio con un hombre del gusto de su padre, y él depositó en ella todas sus esperanzas de una posteridad honrosa. No ocurría lo mismo con Judith, la hija segunda, y de hecho varias cláusulas del testamento estaban redactadas con la intención de impedir que el marido de ésta, Richard Quiney, pudiera echar mano de la herencia. Aun así, Judith recibió algunas mandas menores y un recuerdo especial de su padre, una «fuente ancha de plata sobredorada».
Anne Hathaway, la esposa, no fue mencionada en el testamento. Comentaristas benévolos mantienen que no hacía ninguna falta, porque la ley ya se encargaba de que la viuda recibiera su porción “legítima” de la herencia. Es cierto, pero también lo es que siempre han sido muy de uso los recuerdos a la «compañera de tantos trabajos», a la «abnegada madre de mis hijos», a la «leal esposa», o fórmulas similares. De otra persona cabría suponer que la ausencia testamentaria de alguna de tales fórmulas más o menos estereotipadas se debía a la falta de traza o de costumbre para tomar la pluma; de Will Shakespeare, decididamente no.  
Finalmente, en un añadido al cuerpo principal del testamento, fechado el día 25 de marzo de 1616, cuando las fuerzas del poeta estaban ya exhaustas, y seguramente debido a la insistencia del notario o de alguno de los testigos, aparece la siguiente disposición escueta: «Ítem dejo a mi esposa mi segunda mejor cama con todo su ajuar.»
De nuevo entran en escena los glosadores benévolos: hay quien ha dicho que la segunda mejor cama era probablemente más cómoda que la primera, es decir la destinada a los invitados de paso; o que el ajuar completo del lecho seguramente tenía un gran valor dinerario. Sin excluir ninguna de las dos posibilidades, lo que aparece como más cierto es que la última disposición testamentaria de Will es un insulto deliberado a su esposa.
Will se casó obligado con Anne. Ella era ocho años mayor que él (26 por 18) y estaba para entonces embarazada de tres meses. La convivencia de los dos fue episódica, aunque fructífera. Will marchó tempranamente a Londres y desarrolló allí toda su carrera. Dedicó, no obstante, una gran parte del dinero que ganó como actor y como autor en el teatro a la compra, en Stratford y en sus alrededores, de varios terrenos, y de una casa, New Place, a la altura de la condición de caballero a la que deseaba (y consiguió) verse elevado.


Por demás está decir que Will no guardó las ausencias de Anne, en Londres. Se le conocen muchas relaciones y enredos con actrices y actores, sin contar enigmas nunca definitivamente aclarados como su relación, platónica o no, con el joven conde de Southampton, al que dedicó una serie de bellísimos sonetos amorosos. Nada tendría de extraño que Anne le hubiera correspondido con la misma moneda, que Will estuviera al corriente, y que las relaciones entre los dos se hubieran agriado, siempre desde la salvaguarda  de las apariencias aconsejable por la existencia de hijos comunes y por las pretensiones de un título nobiliario del autor. Cabe imaginar incluso que en algún momento, al paso de años de convivencia difícil, ella le dijera: «Tú has sido solo el segundo mejor inquilino de mi cama.» Lo cual explicaría sin más el sentido del refinado legado póstumo: un recuerdo oportuno del segundo mejor.

El hijo malogrado de Will llevó el nombre de Hamnet, y tal vez el autor jugó con el nombre en su tragedia más famosa, en la que el príncipe de Dinamarca es enterado, por la Sombra de su padre muerto, de la infidelidad y la traición de la reina. Es un hecho que en las representaciones de “Hamlet” en los teatros de Blackfriars, William Shakespeare personificó a la Sombra, y que obtuvo un sonoro éxito, no solo como autor de la trama, sino también como actor.