Seguiré desde
Grecia la celebración de Sant Jordi, pero he anticipado mi propia contribución
al festejo: hace ya algún tiempo que compré mi libro y mi rosa. De la
segunda, poco hay que decir; el libro es “El espejo de un hombre” de Stephen
Greenblatt (Debolsillo 2016), una biografía de Shakespeare por uno de los
máximos especialistas en el tema.
No lo recomiendo de
forma insistente; allá cada cual con sus gustos, sobre todo en cuestiones de
erudición literaria. No sabemos gran cosa de la vida de los genios, y hay
ocasiones en las que saber más no añade nada a nuestro equipaje para andar por
la vida; o incluso, que la ignorancia habría sido una opción preferible.
En cualquier caso,
se cuenta en el libro en cuestión que, llegado el momento de hacer testamento,
Will Shakespeare, para entonces un hombre rico y con pujos de nobleza, dejó prácticamente
todo a su hija mayor, Susana, y al eventual primogénito varón de ésta. El único
hijo varón del dramaturgo, Hamnet Shakespeare, había muerto de enfermedad a los
11 años de edad. Will residía a la sazón en Londres, en unos momentos de mucho
trabajo y trajín. Fue avisado de la gravedad del estado de su hijo, pero solo
llegó a Stratford a tiempo para el entierro. Recorre su obra el dolor por la
pérdida del hijo y presunto heredero de una supremacía bien asentada en la
actividad teatral de la época isabelina.
Susana había
contraído matrimonio con un hombre del gusto de su padre, y él depositó en ella
todas sus esperanzas de una posteridad honrosa. No ocurría lo mismo con Judith,
la hija segunda, y de hecho varias cláusulas del testamento estaban redactadas con
la intención de impedir que el marido de ésta, Richard Quiney, pudiera echar
mano de la herencia. Aun así, Judith recibió algunas mandas menores y un
recuerdo especial de su padre, una «fuente ancha de plata sobredorada».
Anne Hathaway, la
esposa, no fue mencionada en el testamento. Comentaristas benévolos mantienen
que no hacía ninguna falta, porque la ley ya se encargaba de que la viuda
recibiera su porción “legítima” de la herencia. Es cierto, pero también lo es
que siempre han sido muy de uso los recuerdos a la «compañera de tantos trabajos»,
a la «abnegada madre de mis hijos», a la «leal esposa», o fórmulas similares.
De otra persona cabría suponer que la ausencia testamentaria de alguna de tales
fórmulas más o menos estereotipadas se debía a la falta de traza o de costumbre
para tomar la pluma; de Will Shakespeare, decididamente no.
Finalmente, en un
añadido al cuerpo principal del testamento, fechado el día 25 de marzo de 1616,
cuando las fuerzas del poeta estaban ya exhaustas, y seguramente debido a la
insistencia del notario o de alguno de los testigos, aparece la siguiente disposición
escueta: «Ítem dejo a mi esposa mi segunda mejor cama con todo su ajuar.»
De nuevo entran en
escena los glosadores benévolos: hay quien ha dicho que la segunda mejor cama
era probablemente más cómoda que la primera, es decir la destinada a los
invitados de paso; o que el ajuar completo del lecho seguramente tenía un gran valor
dinerario. Sin excluir ninguna de las dos posibilidades, lo que aparece como
más cierto es que la última disposición testamentaria de Will es un insulto deliberado a su
esposa.
Will se casó
obligado con Anne. Ella era ocho años mayor que él (26 por 18) y estaba para
entonces embarazada de tres meses. La convivencia de los dos fue episódica,
aunque fructífera. Will marchó tempranamente a Londres y desarrolló allí toda
su carrera. Dedicó, no obstante, una gran parte del dinero que ganó como actor
y como autor en el teatro a la compra, en Stratford y en sus alrededores, de varios
terrenos, y de una casa, New Place, a la altura de la condición de caballero a
la que deseaba (y consiguió) verse elevado.
Por demás está decir que Will no guardó las ausencias de Anne, en Londres. Se le conocen muchas relaciones y enredos con actrices y actores, sin contar enigmas nunca definitivamente aclarados como su relación, platónica o no, con el joven conde de Southampton, al que dedicó una serie de bellísimos sonetos amorosos. Nada tendría de extraño que Anne le hubiera correspondido con la misma moneda, que Will estuviera al corriente, y que las relaciones entre los dos se hubieran agriado, siempre desde la salvaguarda de las apariencias aconsejable por la existencia de hijos comunes y por las pretensiones de un título nobiliario del autor. Cabe imaginar incluso que en algún momento, al paso de años de convivencia difícil, ella le dijera: «Tú has sido solo el segundo mejor inquilino de mi cama.» Lo cual explicaría sin más el sentido del refinado legado póstumo: un recuerdo oportuno del segundo mejor.
Por demás está decir que Will no guardó las ausencias de Anne, en Londres. Se le conocen muchas relaciones y enredos con actrices y actores, sin contar enigmas nunca definitivamente aclarados como su relación, platónica o no, con el joven conde de Southampton, al que dedicó una serie de bellísimos sonetos amorosos. Nada tendría de extraño que Anne le hubiera correspondido con la misma moneda, que Will estuviera al corriente, y que las relaciones entre los dos se hubieran agriado, siempre desde la salvaguarda de las apariencias aconsejable por la existencia de hijos comunes y por las pretensiones de un título nobiliario del autor. Cabe imaginar incluso que en algún momento, al paso de años de convivencia difícil, ella le dijera: «Tú has sido solo el segundo mejor inquilino de mi cama.» Lo cual explicaría sin más el sentido del refinado legado póstumo: un recuerdo oportuno del segundo mejor.
El hijo malogrado
de Will llevó el nombre de Hamnet, y tal vez el autor jugó con el nombre en su
tragedia más famosa, en la que el príncipe de Dinamarca es enterado, por la Sombra
de su padre muerto, de la infidelidad y la traición de la reina. Es un hecho
que en las representaciones de “Hamlet” en los teatros de Blackfriars, William
Shakespeare personificó a la Sombra, y que obtuvo un sonoro éxito, no solo como
autor de la trama, sino también como actor.