lunes, 4 de abril de 2016

MAR - AMOR - MAL DE AMOR


El cancionero tradicional baraja por lo general elementos tópicos de la cultura popular. Al llamarlos tópicos no estoy despreciando esos elementos, solo señalo su clave repetitiva y el amplio consenso existente en cuanto a su significado, de modo que vienen a ser, no ya cosas sabidas por todos, sino cosas “consabidas”. Un ejemplo nada más, entre cientos de miles posibles: «Al pie de un árbol sin fruto / me puse a considerar / qué pocos amigos tiene / el que no tiene qué dar.»
En ocasiones especialmente felices, el tópico queda trascendido en la forma de arquetipo. Uno de esos arquetipos instalados en lo hondo de nuestra conciencia es el mar como emblema del amor. Mejor dicho, de la pasión amorosa, entendiendo el término “pasión” no en el sentido trivial que se maneja habitualmente (la pasión es algo que arrebata), sino desde su raíz semántica: la pasión es algo que se sufre.
Pondré como ejemplo dos canciones que formaban parte del repertorio que mi padre cantaba a voz en cuello, y desafinando bastante según mi madre y mis hermanas, mientras se afeitaba en los días luminosos de las vacaciones de verano de los años cincuenta del siglo pasado. Las dos son muy conocidas. Proceden de Asturias, según he podido rastrear sin mayor esfuerzo, y se emparentan por su temática con composiciones medievales de mucha enjundia, por ejemplo Veles e vents de Ausiàs March,  o la lírica anónima de la mal casada “que miraba la mar”. «Descuidos ajenos / y propios gemidos / tienen sus sentidos / de pesares llenos. / Mas por se alegrar / la mal casada / que miraba la mar / cómo es ancha y larga.»
Veamos la primera canción: «En el campo nacen flores, y en el mar nacen corales; / en mi corazón amores, y en el tuyo falsedades.» Aparecen dos tríadas de conceptos confrontados: de un lado “campo – flores – amores”; del otro, “mar – corales – falsedades”. Las falsedades, como los corales, corresponden al mar; nunca a los prados ni a los campos de cultivo. La tierra es segura, el mar aleatorio; la tierra recompensa el esfuerzo, el mar lo engaña. Estamos en el tópico, evidentemente.
Entramos en el arquetipo, en cambio, con la otra canción, mi favorita: «A la mar fui por naranjas, cosa que la mar no tiene. / Toda vine mojadita de olas que van y vienen. / Ay mi dulce amor, ese mar que ves tan bello, / ay mi dulce amor, ese mar que ves tan bello es un traidor.»
Es de forma inequívoca una voz femenina, la que canta. Víctor Manuel incluyó la canción en su repertorio, pero para ello tuvo que retorcer y estropear un verso: «y nadie supo decirme si las olas van o vienen.» Lo malo no es la tontería en sí de la frase, sino el hecho de que desaparece el maltrato que causa el mar a quienes buscan en él lo que él no puede darles. Esa clave es fundamental en la secuencia lógica que viene a continuación: mar – bello – traidor. La lógica falla si nos quedamos en el sentido aparente: no es racional acusar al mar de traidor por no criar naranjas y por oscilar entre el flujo y el reflujo. Pero el sentido oculto resulta transparente: el mar-amor (dulce, bello) es un seductor que maltrata a quien confía en él.
Ausiàs, en la composición antes citada, había expresado lo mismo de esta forma: «Amor, de vos jo en sent més que no en sé, de que la part pitjor m’en romandrà. E de vos sap lo qui sens vos està…» (Yo te siento, amor, sin saber bien qué eres, y por eso me toca de ti la parte peor. Porque el que más sabe del amor es el que no lo siente…)