En los aledaños de
un nuevo Primero de Mayo, vuelven las cábalas sobre la unidad sindical. Parece
una operación facilísima y de un orden eminentemente práctico: dos grandes
centrales comprometidas desde hace años en una unidad de acción sin fisuras, podrían
llegar a acuerdos orgánicos que supondrían una mayor agilidad y eficiencia, al
evitar la engorrosa duplicación de estructuras.
La cuestión, sin
embargo, es más compleja. No se pueden tratar las fusiones sindicales como las
bancarias, es decir como un mecanismo de reparto equitativo y puesta en común
de recursos financieros, estructuras, servicios y carteras de clientes. ¿Por
qué no? Pues porque un sindicato no es, como el banco, una estructura dotada de
un endoesqueleto que le sirve de sostén y le facilita el movimiento; que posee órganos
propios, tejidos, nervios, circulación sanguínea y metabolismo – todo ello en
sentido figurado –; un organismo, en fin, autosuficiente y capaz de desenvolverse
y sobrevivir en un entorno ecológico adecuado.
El sindicato es una
estructura volcada hacia afuera, su punto de referencia es siempre una vida
exterior a sí mismo; si no existen empresas, ni trabajo asalariado, el
sindicato no existe. Un proceso de unidad sindical exige, por consiguiente, una
fuerza centrípeta surgida del pluriverso del trabajo y capaz de imprimir a toda
la organización montada para su defensa un movimiento unitario perceptible, una
dinámica inequívoca.
La unidad sindical
no desemboca, así entendida, en el monopolio (o la hegemonía) de una sigla
sindical determinada, sino en una agrupación plural para la protección de
intereses y de expectativas comunes surgida de una amplísima biodiversidad
laboral, y cuya aspiración última no es recortar y simplificar esa biodiversidad,
sino muy al contrario, expandirla y enriquecerla.
El trabajo es a
largo plazo un proyecto de vida; el ahorro, no. Por eso la fusión bancaria puede ser un movimiento táctico a corto plazo y en cambio la unidad sindical debe
enmarcarse en el largo plazo, y fraguarse de un modo distinto. No se trata de proteger mejor bienes materiales, sino valores
intangibles: profesionalidad, competencia, polivalencia, seguridad, bienestar,
futuro, expectativas, derechos. El patrimonio actual o el histórico de las
centrales sindicales no debería constituir un obstáculo en el proceso hacia
la unidad, desde el momento en que ese patrimonio se ofrece ya desde ahora a
una utilización y un disfrute en común por parte de todos, afiliados y no
afiliados. Y los acuerdos de unidad que pudieran alcanzarse no se deberían
limitar a CCOO y UGT, sino abarcar toda la amplia gama de representantes legítimos
y reconocidos de los trabajadores, elegidos y elegibles por ellos. Todos deben encontrar
un lugar cómodo y adecuado en las estructuras amplias, democráticas y flexibles
de un gran sindicato anclado en la biodiversidad formada por todas las
distintas opciones y modalidades de trabajo decente.