«El cambio
(climático) se ceba con las especies que ya estaban más amenazadas.» El
paréntesis es mío, la noticia viene en la prensa diaria, avalada por estudios
científicos. Lo que vale para el cambio climático podría verificarse también en
otros campos de la experiencia. Está claro, de entrada, que el climático no va a ser un cambio para mejor; pero en otros casos un cambio nos resulta altamente deseable. Y entonces, tendemos a ponderar sobre todo las mejoras genéricas que
nos traerá, y por el contrario a omitir el análisis cuidadoso de las catástrofes
concretas que también nos puede acarrear.
No lo digo con la
intención de ejercer de aguafiestas, solo pretendo señalar que en una coyuntura
de cambio siempre hay quien sale ganancioso, y también quien salta de la sartén
al fuego o de Guatemala a Guatepeor. Son temas que conviene manejar con cierto
cuidado. Con pinzas y guantes de látex. Cambiemos, vale, pero a partir de una
preocupación clara por todo aquello que podríamos estropear.
La situación
emblemática en este orden de cosas fue la de la implantación de la vacuna
contra la viruela en Francia, en pleno Siglo de las Luces. Algunos estudios
empíricos sugerían que se salvarían muchas vidas pero también que la vacuna
mataría a un número indeterminado de personas, debido a intolerancias imposibles
de detectar de antemano. Los filósofos, con Voltaire y Diderot a la cabeza,
abogaron por la vacunación masiva inmediata, puesto que el bien cierto era
cualitativa y cuantitativamente superior al mal incierto; D’Alembert, por el
contrario, pidió más estudios y más pruebas antes de dictar una medida
obligatoria que había de resultar funesta para un porcentaje, quizá no grande,
pero sí significativo de la población.
D’Alembert no era
un conservador; era un demócrata que perseguía un bien social que no comportara
víctimas ni exclusiones. No le pareció buena una solución radical con cálculo
ponderado de víctimas incluido, y consideró preferible dar un paso modesto hacia
una solución futura sin víctimas preestablecidas. El problema es que, mientras
se conseguía una vacuna sin efectos secundarios, seguirían enfermando personas
de la viruela. Tomar una decisión de cambio siempre comporta un riesgo.
Debe ser factible,
hoy, tantear el cambio posible que todos deseamos, comprometer en él a las fuerzas políticas
necesarias, y delimitar de forma aproximada los bloques sociales que
van a salir beneficiados y perjudicados bajo el nuevo paradigma. Rehuir en esa dirección las grandes
reformas constitucionales que pueden dejar el todo o partes del Estado en una
posición más precaria y desasistida que la anterior, y las medidas para relanzar la economía macro que hundirían la economía micro de
muchas personas concretas; no promover medidas contra la corrupción que tiendan
a favorecer a quienes ya se han anticipado a corromperse; ni remedios paliativos
contra la pobreza, que desemboquen en estigmas sociales y en guetos
administrativos de los que luego será imposible salir a los encerrados en ellos.
Etcétera.
No es mi intención
ejercer de aguafiestas, ya lo he dicho. Solo pienso que, en una situación que
exige pactos y programas conjuntos entre fuerzas de distintas ideologías y
extracciones sociales, no se deberían cerrar los programas de forma taxativa,
ni blindarse de ninguna forma los pactos previos que se vayan alcanzando. Deberíamos afrontar el cambio desde una perspectiva de tanteo y error. El
cambio visto como un absoluto genera un absolutismo indeseable del cambio. La “cirugía
de hierro” social comporta inevitablemente efectos colaterales indeseados, y en el recuento
final de bajas, después de las grandes ofensivas contra los “dragones” que nos
amenazan, siempre hay que contabilizar muchas víctimas por fuego amigo.