“Si yo me dejara
presionar por los poderes económicos y mediáticos, no merecería ser el
presidente del Gobierno de España.” Así se ha expresado Mariano Rajoy en respuesta
al coro cada vez más nutrido de voces de las elites financieras del país y de
la prensa de derechas, que le piden de buenos modos que dé “un paso a un lado”.
En castellano viejo, que se largue.
La respuesta de don
Mariano se sitúa en el terreno de las hipótesis, es decir, de lo que ocurriría
en el caso de no ser las cosas como son; y se basa en dos afirmaciones
implícitas que son por lo menos dudosas. A saber: 1) que él no se deja
presionar por los poderes económicos y mediáticos; 2) que merece ser el
presidente del gobierno.
La composición de
lugar que nos hacemos quienes le hemos visto dar bandazos de babor a estribor,
y viceversa, según soplaban los vientos de los mercados financieros y de sus
portavoces reconocidos, es exactamente la contraria: el gobierno presidido por él
se ha mimetizado a la perfección detrás de las indicaciones de los poderes
fácticos, e incluso en los casos frecuentes y repetidos en los que no ha
cumplido los compromisos establecidos con las troikas, ha recurrido al
expediente evasivo de declarar estar cumpliendo fielmente lo mismo que
incumplía, no obstante los consabidos imponderables relacionados con la
herencia recibida y con la perfidia de algunas comunidades autonómicas.
En cuanto a sus
merecimientos para seguir presidiendo el gobierno, la opinión pública contraria
es ya un clamor.
Es curioso el apoyo
que le presta, en una entrevista publicada en El País, José Manuel
García-Margallo. Declara el ministro de exteriores en funciones, en el mismo
tono hipotético utilizado por su patrón, que una “guerra” por la sucesión en
este momento desestabilizaría al partido popular. Las inferencias de una
declaración tan sibilina son también dos: 1), que la sucesión en la cúpula
popular exigirá una guerra; es decir, según la definición clásica de
Clausewitz, una continuación de la política por otros medios más expeditivos; y
2), que el PP se encuentra en estos momentos en una situación estable que no
conviene alterar.
No se ve, ni el
ministro en precario lo explica, la razón de que sea tan costoso un proceso sucesorio
que es en sí mismo natural y conforme con la evolución de las sociedades; pero una
afirmación tan fuerte desemboca en la certeza de que a don Mariano no lo sacan
de Moncloa si no es con los pies por delante. En cuanto a la estabilidad actual
del partido, con la mitad de su organigrama imputado en asuntos de corrupción,
y con el propio partido encausado por haber utilizado la caja B en los pagos
por la reforma de la sede de la calle Génova, Margallo parece sugerir que todos
los implicados se encuentran cómodos en esa situación.
Sugerencia que se
acentúa por sus alabanzas al ex ministro de Industria Soria, que ha dimitido en
su opinión por un puntillo de pundonor democrático, cuando ni siquiera ha sido
aún encausado por su implicación en la administración irregular de empresas
offshore. Margallo llega al extremo de insinuar que el deber de ejemplaridad de
un político se limita al tiempo durante el que ejerce el cargo público, y no se
debe extender ni a las épocas anteriores ni a las posteriores de su biografía.
No es la misma doctrina que se predica desde sus baterías artilleras en contra
de la presunta financiación venezolana de Podemos, ni, con mayor rechifla, contra
el sinsostenismo de Rita Maestre en la capilla de la Complutense, ocurrido en
2011 y por el que ahora se le reclama la dimisión de un cargo municipal que
ocupó en 2015.