martes, 19 de abril de 2016

LA EMPRESA Y LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA


Fue Milton Friedman, profesor de Economía en la Universidad de Chicago, quien levantó la liebre, al afirmar que la única responsabilidad social que cabe atribuir a la empresa es la de generar beneficios: «The social responsability of business is to increase its profits» (en The New York Times Magazine del día 13 de septiembre de 1970; ya ha llovido desde entonces). Sin embargo el empresario, y su avatar neo moderno el emprendedor, siguen gozando de buena fama: la visión comúnmente admitida de la empresa es, aun hoy, la de que constituye un instrumento indispensable para la creación de riqueza.
No es lo mismo crear riqueza que crear beneficio, sin embargo. La riqueza se produce a partir del trabajo, allí donde antes no había sino naturaleza. El beneficio se consigue por distintas vías; en unos casos mediante actividades productivas, y en otros mediante actividades improductivas o incluso destructivas, como ha señalado William Baumol («Entrepreneurship: productive, unproductive and destructive», The Journal of Political Economy. 98-5, 1990). Con frecuencia esas distintas posibilidades se combinan: una de las tradiciones más consistentes de las empresas coloniales ha sido la de aportar riqueza a la metrópoli sobre la base de esquilmar las materias primas de la colonia y explotar sin misericordia a sus habitantes.
Lo cierto es que la forma jurídica “empresa” es la cobertura legal idónea para extraer beneficios mediante toda clase de expedientes, unos imaginativos, otros simplemente abusivos. Por ejemplo, la evasión de impuestos implica el beneficio de un incremento sustancial de la renta disponible. Adelante, entonces. ¿Cuál es el camino mejor para lograrlo? Por lo común, crear una empresa. El impuesto de sociedades es más bajo que el de la renta de las personas físicas, debido a la común suposición de que la empresa está generando riqueza, y no solo consumiéndola. Ese diferencial supone ya una extracción de beneficio para quien la utiliza de forma indebida; si además el objetivo perseguido es hacer invisibles para el fisco determinadas actividades lucrativas no bendecidas por la ley, como el cobro de comisiones por favorecer a un grupo determinado en la concesión de contratos públicos, entonces la empresa creada habrá de estar situada offshore, o dicho de otro modo en un paraíso fiscal.
Ocurre también que no ya las tapaderas sino las empresas de verdad, en particular las más grandes y ricas, combinan diversos expedientes legales y extralegales para la extracción del mayor volumen posible de beneficios: defraudan a las haciendas estatales, operan en paraísos fiscales, esquilman recursos de países poco desarrollados para venderlos allí donde el precio de mercado es más alto, etc. Se trata, por lo general, de empresas situadas por encima de toda sospecha, beneficiarias de una presunción general de inocencia, y contra las que resulta muy difícil, y muy costoso, actuar. La vieja idea liberal de la concurrencia ordenada a un mercado capaz de conjugar oferta y demanda en un precio equilibrado para todas las partes, está absolutamente fuera de lugar en el mundo de hoy. El libre mercado presupone igualdad de oportunidades para los agentes que concurren a él; para el pensamiento llamado neoliberal, la igualdad de oportunidades ha quedado arrumbada tiempo ha en el archivo de los trastos inútiles.
Definir la empresa hoy es una tarea ímproba. Incluso la OIT ha renunciado a hacerlo. En su Declaración Tripartita sobre las Empresas Multinacionales y la Política Social (1977, revisada en 2000), §6, ha resuelto la cuestión del modo siguiente: «No es necesaria una definición jurídica precisa de las empresas multinacionales…»
No es que no sea necesaria, es que no es posible. El jurista, sociólogo y catedrático Alain Supiot explica la razón de esa imposibilidad del modo siguiente: «La situación es simple cuando un emprendedor, persona física, se presenta él mismo en el escenario jurídico en calidad de comerciante. Sigue siendo fácil de comprender cuando funda una sociedad comercial que se confunde con su empresa y le confiere una forma jurídica. Las cosas se complican cuando esta sociedad crea filiales o pasa bajo el control financiero de otra, y se inscribe así en un grupo de sociedades de contornos borrosos y movedizos. Se vuelven opacas cuando la empresa se ramifica en vínculos contractuales de dependencia que unen sociedades sin relación de capital, por ejemplo, en el caso de subcontratación o de concesión de explotación de patentes. Esta organización en redes tiene como consecuencia una difuminación del polo patronal de la relación laboral, que se vuelve difícil y a veces imposible de identificar. […] La libertad de organización jurídica de la empresa se ha convertido en un medio para el emprendedor, no ya de identificarse en el escenario de los intercambios, sino, todo lo contrario, de desaparecer detrás de las máscaras de una multitud de personalidades morales y de rehuir así las responsabilidades inherentes a su actividad económica.» (En El espíritu de Filadelfia, Barcelona, Península 2011, p. 146-47. La traducción es de Jordi Terré.)