Me sorprenden dos
noticias actuales relacionadas con la fiesta de los toros. La primera, la
intención de celebrarla en la autonomía balear durante un tiempo máximo de
diez minutos por toro, sin muertes ni efusión de sangre. La segunda, que dicha
norma administrativa está en vías de ser recurrida al Tribunal Constitucional.
Respecto de la
primera noticia, no digo que el proyecto no sea factible, e incluso
económicamente provechoso. Es sabido que Búfalo Bill y Toro Sentado recorrieron
las grandes llanuras centrales de Norteamérica con un espectáculo dedicado a
los granjeros que se basaba en las leyendas del Salvaje Oeste, pero sin muertes
ni efusión de sangre: el espectáculo por el espectáculo, con la taquilla como
valor supremo. Nadie se engañaba y a nadie le engañaban: aquello no era una
reproducción del Little Big Horn, sino un espectáculo dominical al aire libre
que incluía caballos, pólvora e indios con plumas.
Del mismo modo,
nadie puede hacerse la ilusión de que lo que propone el gobierno balear sea una
corrida de toros. Una cosa es que el astado sea el “enemigo”, y otra que sea un
animal al que por criterios de humanidad debe evitarse todo sufrimiento. La
óptica del asunto cambia radicalmente. Lo que es bueno y deseable en un caso,
se hace odioso en el otro. No hay forma de compatibilizar los dos puntos de
vista.
Picasso, Miguel
Hernández, Ortega, Ernest Hemingway y otros muchos han sido grandes aficionados
a la fiesta. También yo; me han interesado tanto la simbología como el ritual
del festejo; su estética al límite, su fondo oscuro y dramático. Hace muchos
años, sin embargo, que no asisto a ninguna corrida ni en persona ni por pantalla
de plasma interpuesta. Y no veo ninguna razón para abonar un billete para ninguna
charlotada balear. Viene a ser como pedir en el restaurante un plato de mejillones
al vino blanco, y que te sirvan solo las cáscaras. No, lo que yo quería paladear
era la sustancia del bicho, no su envoltorio.
En el palacio de
Cnossos, en Creta, se encontraron abundantes simbologías del toro y del culto
al toro, y alguna pintura mural en la que aparecen jóvenes jugando con un toro
que embiste. Están ahí el símbolo y el ritual, pero me parece dudoso que sean
los mismos de la tauromaquia. Los expertos dicen que la proeza del muchacho que
hace volatines sobre el lomo del tremendo morlaco es imposible. Yo sospecho que
no está jugando, sino que ha sido lanzado al aire por los cuernos del tótem, y
que lo que contemplamos no es un festejo ritual sino un sacrificio ritual: no
el del toro objeto de adoración, sino el de los humanos presentados a él como
víctimas propiciatorias para la fecundidad de la tierra, las buenas cosechas,
etc.
Al margen de esta sospecha
particular, sobre la cual no encuentro literatura fundamentada entre los
científicos, queda el comentario a la segunda noticia a la que me refería al
principio: el hecho de que los juegos de toros baleares vayan a ser recurridos
al Constitucional por puristas fanáticos de la esencia prístina de nuestra
idiosincrasia.
Me parece una
solemne majadería.