No es la primera
vez que aparece en estas páginas Mariana Mazzucato (1). Recientemente ha venido
a dar una conferencia en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona,
y ha insistido en sus particulares caballos de batalla, que la han elevado al
puesto de enemiga pública número uno de Silicon Valley.
Digo bien “enemiga
pública” puesto que en el Valley predomina una fuerte convicción de que lo
público debe ser necesariamente ancilar en relación con la iniciativa y la
creatividad privadas, que son los auténticos motores tanto de una economía guiada
por los algoritmos irrefutables, como del bienestar medido por el número de
emprendedores millonarios. Se trata, evidentemente, de un “relato”, para
definirlo como hoy se califican esas cosas; y Mariana sostiene impávida que
dicho relato es una monserga.
Mariana no cree en
la necesidad de conquistar el socialismo por la vía de urgencia, sino en la de
reformar el capitalismo, antes de que sea demasiado tarde. Los reformistas somos (perdón por la inmodestia) personas
que no alimentamos una gran confianza en las virtudes de la exigencia de “todo
y ya mismo”, sino que preferimos “anar a
pams”, como decimos en mi tierra: avanzar palmo a palmo.
No es fácil, sobre
todo porque las reformas a las que nos referimos son estructurales, y no cosa
de pinturilla para disimular el orín. Contra Silicon Valley, Mariana insiste en
el papel central de lo público y en los cometidos insustituibles del Estado
como emprendedor. Un desarrollo sostenible exige una planificación previa; y
una planificación previa implica una fuerte inversión de capital a largo – en ocasiones,
larguísimo – plazo. Estamos acostumbrados (nos han acostumbrado
interesadamente) a asociar los términos “capital” y “privado”. Existe, sin
embargo, un capital público, controlado por el común a través de las
instituciones democráticas representativas, y gestionado en último término por
las maquinarias estatales. Los inversionistas privados reclaman del Estado ese apetitoso
capital. Como el aristocrático Charles Laughton en “Posada Jamaica”, exigen: “El dinero dénmelo
todo a mí, que soy el único que sabe cómo gastarlo.” Es una verdad a medias:
saben cómo gastarlo de la forma que más les aprovecha a ellos. Pero nunca
debería ser esa la función de lo público.
La puesta de los
capitales públicos a disposición de la inversión privada (selectiva), sumada a
una larga conllevancia con la corrupción sobrevenida, ha sido la vía utilizada
por el gobierno español para conseguir una de las tasas de crecimiento más
altas de la UE. Mariana Mazzucato replica a Ariadna Trillas, en una entrevista
aparecida en Alternativas Económicas (2): «¿Y qué?» Es un crecimiento basado en
el consumo, no en la inversión productiva. Un crecimiento que no genera riqueza
social y exacerba las desigualdades. Un crecimiento no sostenible bajo ningún
concepto.
Podemos recurrir para
comprobarlo a uno de los parámetros más urgentes y alarmantes con los que medir
la calidad de la actividad económica: en el conjunto de la UE, las emisiones a
la atmósfera de gases invernadero se han reducido en un 24% desde 1990. El
objetivo, según la reciente Convención de París, es llegar a un 40% de
reducción para el horizonte de 2030. En España, las emisiones han aumentado en
un 15% desde 1990, y la “política” energética del gobierno (algún nombre hay
que darle) convoca muy escasas ilusiones de cambio. Rajoy culpará del desastre
ecológico inminente a los agentes privados, y en último término a los
ciudadanos que se empeñan en circular en automóvil por las ciudades. Para
Rajoy, gobernar se reduce a administrar “razonablemente” la impotencia absoluta
del Estado teorizada por la ortodoxia neoliberal.