Nunca hubo un
laberinto en Creta, todo se debió a una exitosa campaña de propaganda de los
pueblos dorios deseosos de extender su hinterland hacia el sur y dominar el
centro más consistente y apetitoso de las civilizaciones cicládicas. Pasífae,
si existió, debió de ser una matrona irreprochable, y la aventura erótica que
le adjudicaron con un Bos primigenius
de una tonelada de peso es a todas luces un bulo, como lo es la existencia, inconcebible
desde la ciencia de la genética, de Minotauro, el monstruo que se zampaba al
año siete varoncitos y siete doncellas atenienses. Propaganda bélica todo ello,
y de muy baja estofa. Lo que Creta ofrecía en abundancia a sus conquistadores
potenciales era trigo, aceite de oliva, vino y miel; cuatro bendiciones
mediterráneas entonces, como lo siguen siendo ahora pese a todos los cambios
climáticos y pese a los nuevos ucases de los pueblos dorios de hoy mismo,
anclados en sus brumas y sus telarañas nórdicas, y celosos de los países en los
que crece el limonero.
Y sin embargo, la
isla en sí es algo parecido en cierto modo a un laberinto, en el sentido de un
conjunto de senderos que no conducen más que a sí mismos después de una vuelta
tras otra al mismo recorrido.
O mejor aún, un
palimpsesto. Es decir, un pergamino sobre el que se han escrito y rascado
sucesivamente distintas historias, todas las cuales, a pesar de todo, siguen
siendo descifrables y reconocibles por el experto.
Las historias pueden
ser muchas y muy distintas; el sustrato es único e idéntico para todas ellas.
Es lo que sentí de
forma confusa en Áptera, al este de Chania, sobre una colina que domina la
profunda bahía de Suda, que cierra al norte la península de Akrotiri. En el
lugar hubo un centro minoico, sobre el que se levantó una poderosa ciudad
helénica que en el siglo V a.C. estaba rodeada por un muro defensivo de 4 km de
longitud, disponía de dos puertos y acuñaba moneda propia. También contaba con
un templo dedicado a Deméter y un teatro, hoy casi invadido por olivos entre
los que atruenan las chicharras.
En época romana se
construyeron unas cisternas monumentales, y unas termas. Un terremoto acabó con
la ciudad en el siglo VII, y en el IX los invasores sarracenos arramblaron con
lo que quedaba. En el siglo XII se construyó junto a las antiguas cisternas un
monasterio dedicado a Aghios Iannis Theologos (San Juan Evangelista), y al lado
levantaron siglos después los otomanos un fuerte bastante feo pero
poderosamente provisto de troneras para cañones. En el siglo XVI los venecianos
plantaron dos fortalezas a lado y lado de la entrada de la bahía, uno en la
ladera de Áptera y el otro en la isla de Suda. En 1715 los turcos ocuparon el
lugar de los venecianos. El complejo fortificado revertió a Grecia después de
la primera gran guerra. Hoy la marina griega ha cedido a la OTAN las
instalaciones del puerto; desde donde estábamos, era muy visible un gran buque
cisterna arrimado al muelle. En el otro lado del istmo, algo al nordeste del casco
urbano de Chania, en la cima de la colina de Profitis Eliis, están las tumbas
de Elefterios Venizelos, el mayor estadista de la Grecia moderna, y de su hijo
Sófoklis.
Una suerte de
laberinto intelectual; un palimpsesto nada oculto, sino sometido a la acción de
un sol implacable; una historia enrevesada y torturada que conviene aceptar –
como ocurre con todas las historias, y también con la Historia en mayúscula,
muy particularmente – en su integridad, sin maniqueísmos ni oscurecimientos ni
cancelaciones. Quizás en este aspecto el caso de Creta es ejemplar.