sábado, 15 de julio de 2017

PALIMPSESTO CRETENSE


Nunca hubo un laberinto en Creta, todo se debió a una exitosa campaña de propaganda de los pueblos dorios deseosos de extender su hinterland hacia el sur y dominar el centro más consistente y apetitoso de las civilizaciones cicládicas. Pasífae, si existió, debió de ser una matrona irreprochable, y la aventura erótica que le adjudicaron con un Bos primigenius de una tonelada de peso es a todas luces un bulo, como lo es la existencia, inconcebible desde la ciencia de la genética, de Minotauro, el monstruo que se zampaba al año siete varoncitos y siete doncellas atenienses. Propaganda bélica todo ello, y de muy baja estofa. Lo que Creta ofrecía en abundancia a sus conquistadores potenciales era trigo, aceite de oliva, vino y miel; cuatro bendiciones mediterráneas entonces, como lo siguen siendo ahora pese a todos los cambios climáticos y pese a los nuevos ucases de los pueblos dorios de hoy mismo, anclados en sus brumas y sus telarañas nórdicas, y celosos de los países en los que crece el limonero.
Y sin embargo, la isla en sí es algo parecido en cierto modo a un laberinto, en el sentido de un conjunto de senderos que no conducen más que a sí mismos después de una vuelta tras otra al mismo recorrido.
O mejor aún, un palimpsesto. Es decir, un pergamino sobre el que se han escrito y rascado sucesivamente distintas historias, todas las cuales, a pesar de todo, siguen siendo descifrables y reconocibles por el experto.
Las historias pueden ser muchas y muy distintas; el sustrato es único e idéntico para todas ellas.
Es lo que sentí de forma confusa en Áptera, al este de Chania, sobre una colina que domina la profunda bahía de Suda, que cierra al norte la península de Akrotiri. En el lugar hubo un centro minoico, sobre el que se levantó una poderosa ciudad helénica que en el siglo V a.C. estaba rodeada por un muro defensivo de 4 km de longitud, disponía de dos puertos y acuñaba moneda propia. También contaba con un templo dedicado a Deméter y un teatro, hoy casi invadido por olivos entre los que atruenan las chicharras.
En época romana se construyeron unas cisternas monumentales, y unas termas. Un terremoto acabó con la ciudad en el siglo VII, y en el IX los invasores sarracenos arramblaron con lo que quedaba. En el siglo XII se construyó junto a las antiguas cisternas un monasterio dedicado a Aghios Iannis Theologos (San Juan Evangelista), y al lado levantaron siglos después los otomanos un fuerte bastante feo pero poderosamente provisto de troneras para cañones. En el siglo XVI los venecianos plantaron dos fortalezas a lado y lado de la entrada de la bahía, uno en la ladera de Áptera y el otro en la isla de Suda. En 1715 los turcos ocuparon el lugar de los venecianos. El complejo fortificado revertió a Grecia después de la primera gran guerra. Hoy la marina griega ha cedido a la OTAN las instalaciones del puerto; desde donde estábamos, era muy visible un gran buque cisterna arrimado al muelle. En el otro lado del istmo, algo al nordeste del casco urbano de Chania, en la cima de la colina de Profitis Eliis, están las tumbas de Elefterios Venizelos, el mayor estadista de la Grecia moderna, y de su hijo Sófoklis.
Una suerte de laberinto intelectual; un palimpsesto nada oculto, sino sometido a la acción de un sol implacable; una historia enrevesada y torturada que conviene aceptar – como ocurre con todas las historias, y también con la Historia en mayúscula, muy particularmente – en su integridad, sin maniqueísmos ni oscurecimientos ni cancelaciones. Quizás en este aspecto el caso de Creta es ejemplar.