Nos cuenta Sandro
Pozzi desde Nueva York (en elpais) que el consejo de gobierno del Fondo
Monetario Internacional ha decidido inyectar 1.600 millones de euros en la
economía griega, para facilitar la liquidez, la sostenibilidad, y esas cosas.
La decisión no se ha hecho aún efectiva, pendiente de las negociaciones en
curso y de “garantías específicas y creíbles” por parte de los socios europeos.
No entiendo muy
bien eso de las garantías, quizá se refiere a lo que dijo no hace mucho el
pícaro puritano de Dijsselbloom, a saber: garantías de que los griegos no se lo
gastarán todo en vino y verbenas, como tenemos por costumbre inveterada los
pueblos del sur.
Otra cosa que no
entiendo: el objetivo último de la negociación pendiente parece consistir en
que Grecia “aplique un programa que le permita acudir al mercado de capitales
para buscar financiación.” Es decir, se le da algo de dinero (mil seiscientos
millones vienen a ser una gota de agua en el océano de la desigualdad) para que
esté en condiciones de pidolar en mejores condiciones a la puerta de los
templos del gran capital, a la salida de la misa de doce. Qué programa puede
ser ese, y cómo podrá ser implementado, son cuestiones que en principio quedan
en la penumbra.
El Fondo añade al
comunicado sus ya características notas didácticas y paternalistas: se están
produciendo progresos “en la buena dirección”, sea esta la que fuere, y se está
en vías de restaurar “la estabilidad macroeconómica y el crecimiento a medio
plazo”, para lo cual urge a “no crear falsas expectativas” y a emprender más
“reformas estructurales” necesarias para el alivio ulterior de la deuda.
También se llama a proteger a los grupos de población más vulnerables.
Los grupos más
invulnerables están ya protegidos de sobra, no es necesario mencionarlos. El
Tribunal Constitucional griego echó atrás la reforma fiscal del gobierno
Tsipras porque pretendía hacer pagar más a quienes más tenían, y los propios “socios”
europeos (la UE) le reprendieron cuando intentó repatriar capitales evadidos y
custodiados en bancos por encima de toda sospecha. Se riñó entonces a Grecia
haciéndole ver que aquella no era la “buena dirección”. Ocupémonos de los
vulnerables, sí, pero desde el respeto reverencial a los invulnerables. Ese es
el sudoku que hay que resolver.
Mientras, un
terremoto ha sacudido la isla de Cos, una de las más dulces del Dodecaneso, por fortuna sin demasiados destrozos irreparables. El
Asclepeion, el recinto dedicado en la antigüedad al dios de la medicina Asclepio
(su nombre se transmitió prácticamente intacto al panteón romano; allí se le
llamó Esculapio), está situado en una amplia terraza natural, a media altura, y
tiene detrás un bosque que fue declarado sagrado, y cuyo acceso estaba
prohibido a los mortales. Es uno de muchos ejemplos de simbiosis entre ciencia
y religión en la antigüedad; en ese bosque brota la fuente medicinal que ha
hecho famosa la isla, y los griegos tenían muy presente la necesidad de
preservar el medio ambiente y cuidar de la pureza de las aguas potables, desde
el origen hasta las canalizaciones que las llevan al consumo del público (es
una lección que no hemos aprendido los modernos, tan entusiastas del ideal
helénico en otros aspectos). En la ciudad de Cos, el sabio Hipócrates daba sus lecciones
a la sombra de un árbol que sigue hoy más o menos en pie, con la ayuda de
fuertes sostenes de acero y con brotes y rebrotes que lo extienden sobre una
amplia plaza agradabilísima, que se abre al mar y (a un lado) a la fortaleza
levantada en ese lugar siglos más tarde por los caballeros hospitalarios de San
Juan, para cerrar el paso de los estrechos por los que los otomanos pretendían hacer
circular hombres, armas y víveres con los que asediar los últimos restos del
imperio de Bizancio.