«La fuerza de las
erupciones volcánicas extrajo de las aguas la Grecia de hoy. Grecia es una de
las regiones más sísmicas del globo. En tiempos históricos la península y las
islas se han visto afectadas por más de trescientos terremotos… La tierra está
agostada por el sol, enronquecida por la sequía, y tiene un color ceniciento
que de vez en cuando se torna violeta o agresivamente rojo… Los árboles altos
escasean. Junto al camino crece el acebuche de hojas estrechas, digitadas e
inquietas que por el envés muestran un color verde plata. A ras de tierra,
tomillo, menta y orégano, los aromas de los calores.» Son párrafos de “El
laberinto junto al mar”, una descripción de Creta (donde nació Zeus, donde
nació todo) y del resto de Grecia, escrita por Zbigniew Herbert (Acantilado
2013, traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski).
Venir a Creta es
como volver al útero, un viaje al centro mismo, al inicio de la vida, a una de
las primeras páginas de un gran libro sobre la humanidad en el que esa página
está, no en blanco sino borrada, arrasada por un viento destemplado, y
diseminada de cualquier manera en medio de un mar nunca apaciguado en el que cada
una de las innumerables islas emerge como el recuerdo de una antigua catástrofe.
Dice Herbert que
quien quiera pintar Creta con la paleta italiana habrá de prescindir de los
tonos pastel. Quizás fue ese el secreto del Greco, que nació en esta tierra,
según algunos en Fodele, al oeste de Heraklion, sobre la costa norte.
Es un paisaje
primigenio en más de un sentido. En la visita al palacio (o mejor, centro ceremonial
y administrativo) de Cnossos, es perceptible cómo los arquitectos se
preocuparon de la orientación, de la luz, de la circulación del aire por el
complejo de edificios, de las canalizaciones, y en cambio apenas atendieron a las
imposiciones del ceremonial, a la saludable inyección de temor y respeto en los
corazones de los súbditos, a lo monumental y a lo hiperbólico. Cnossos no oprime
como Luxor ni atemoriza como Tenochtitlán; es un cosmos organizado, pero no
desde la supremacía omnímoda del poder sino desde la distribución eficaz de los
servicios y el almacenamiento adecuado de los víveres necesarios para todos. Su
lección sigue presente, su batalla está ganada muchos siglos después de muerta,
enterrada y desenterrada la vieja ciudad: las aguas fluyen limpias, los árboles
crecen sanos en el valle. Despina, nuestra guía, nos explica ingenuamente que,
como en Creta no hay industrias contaminantes, cuando llueve la lluvia nunca es
ácida.
Colores de Creta: rojo,
ocre, violeta, jalde, blanco cegador, verde hoja, toda la gama de los azules.
Dice Herbert que los griegos pintaban los mármoles o las calizas porosas de sus
monumentos porque era el mejor remedio para no quedarse ciegos.