Con una sinceridad
desarmante, tan desprovista de retórica que podría ponerse como ejemplo de la
virtud de la humildad, el papa Francisco ha reconocido que el big bang y la
teoría de la evolución son hechos constatados científicamente e imposibles de
negar, por más que los considera compatibles en último término con la tesis de
la creación. Dios, en efecto, ha concluido el pontífice, no es un mago dotado
de varita.
La consecuencia
imposible de ocultar de esa declaración es que el dogma católico no tiene una vigencia
eterna, que precisa de aggiornamentos del mismo modo que la liturgia. La santa
iglesia ha matado mucho en aras de una fe sobrepuesta a los progresos de las
ciencias, que recién ahora reconoce que no era unívoca y no acaparaba toda la
verdad. Bienvenida la iglesia, entonces, al relativismo y a la duda, esa
categoría del razonamiento alabada por Brecht en la que podemos reconciliarnos
creyentes y no creyentes. La Fe, triunfal y con mayúscula, ya no sería un
ingrediente necesario en las estructuras mentales de orden religioso (falta por
ver aún lo que dice la curia al respecto); bastaría sencillamente con el
cultivo de la buena fe, que a todos nos acomoda.
Y es que la teoría de la
evolución, cambiando de tema, presenta meandros colaterales curiosos. Carlos
Arenas y Javier Aristu nos cuentan uno de ellos en “La izquierda y la basílica
Macarena” (1). En síntesis, el shift es
el siguiente: el sevillano bar Casa Cornelio, punto de encuentro en las
primeras décadas del siglo XX del obrerío
anarquista y comunista, es cañoneado en julio de 1931 por iniciativa del
capitán general Ruiz Trillo, coincidiendo con la declaración de estado de
guerra en Madrid. Cañoneado, no para desalojar rebeldes, sino meramente por el
ejemplo. Una efeméride digna de recuerdo.
En 1936, las “hordas
rojas” a su vez prenden fuego a la parroquia de San Gil, donde tenía su sede
espiritual la cofradía de la muy venerada Virgen Macarena. En 1949, concluida
la guerra incivil y al tiempo que se van despachando las penúltimas represalias
contra los vencidos, en forma de fusilamientos y prisiones, el general Queipo
de Llano, virrey franco-andaluz indiscutido, decide levantar una basílica de
nueva planta dedicada a la Macarena, en el solar en ruinas en el que estuvo en
tiempos Casa Cornelio.
De este modo quedan
unidas de forma indisoluble, en la memoria y en el lugar físico, el “viejo”
movimiento obrero y la renovada devoción mariana. Los restos de Queipo están enterrados
en la basílica, y algunos movimientos de izquierda exigen que sean expulsados
del templo. Pero en el entrelazamiento de sucesos inverosímiles y
contradictorios que solemos llamar Historia, las dos realidades, la devoción
triunfante y el obrerismo reprimido, convergen en ese aleph, en ese nudo histórico preciso. Separarlos quirúrgicamente
sería tan arbitrario e inútil como convertir la basílica en escuela de música,
que es precisamente lo que las CUP proponen hacer con la catedral de Barcelona.
Lo más sensato, y
también lo que proponen Arenas y Aristu, parece ser dejar las cosas como están,
y volcar las energías populares en objetivos de mayor fuste y trascendencia.
Ojalá que así sea.