miércoles, 19 de julio de 2017

NEGOCIEN


Desde hace meses, algunos venimos diciendo que el referéndum que se propone para el 1-O en Catalunya ni es un referéndum, ni puede ser vinculante para nadie, ni puede ser instrumento jurídico válido para proclamar ninguna independencia, ya sea esta unilateral o bilateral, alcanzada a ruego de hombres buenos o a puro salto de mata. Lo que no puede ser no puede ser, y no es posible habilitarlo de tapadillo mediante una ley tenida en secreto, porque en democracia ninguna ley secreta puede surtir efectos para toda la ciudadanía sin excepción, como es necesario que ocurra con todas las leyes de un Estado serio y reconocido en el concierto de las naciones.
La situación es nítida. El contexto internacional se ha desentendido del problema catalán. Ha habido una sola y escueta recomendación a tirios y troyanos: «Negocien.»
Es lo único que no se está haciendo. Ya ocurrió algo parecido en tiempos del comte Jaume d’Urgell, llamado por estas tierras el Dissortat. Jaume se decidió por la guerra a destiempo, cuando el rey elegido en Caspe ya había recibido pleitesía de todo el reino, incluido el mismo Jaume, por procura. La guerra tomó mala pinta desde el principio y los rebeldes se encerraron en el Castell Formós de Balaguer. Para colmo de males, el comte Jaume olvidó, en la precipitación del momento, hacer entrar en el castillo la reserva de pólvora de la que disponía. Se quedó como quien dice en pelotas, delante de un enemigo notoriamente superior en número y pertrechos, y solo le quedó suspirar por un rápido auxilio prometido a medias por el rey de Inglaterra, cuyo auxilio (al igual que la pólvora) nunca llegó a su destino.
El rey Ferran puso asedio a la plaza, pero no ordenó el asalto; dejó que los sitiados se cocieran en su propio fuego, y dejó marchar sin perseguirlos a los desertores, cada vez más numerosos, del bando de Urgell.
Finalmente Jaume envió a negociar a su esposa, Isabel de Aragón, hija de Pere el Ceremoniós y prima del Trastámara. Este la trató con cortesía, pero solo le prometió respetar las vidas; nada más.
Y a ese pacto hubo de acogerse el pretendiente frustrado a la Corona de Aragón; no tenía otra. Él marchó preso a Urueña; Isabel se encerró con sus hijos en el monasterio de Sigena, que formaba parte de las únicas propiedades que el nuevo rey le dejó conservar, en torno a Alcolea de Cinca; el Castell Formós fue derruido hasta los cimientos. No hubo final feliz.
Si de algo sirven las lecciones de la Historia, el gobierno catalán debería afanarse ahora por encontrar vías de negociación y elaborar propuestas de solución. La gallardía vale de poco en los momentos críticos, y el recurso a la heroica es solución siempre arriesgada. El goteo de deserciones ya ha comenzado, y la tesis del “cuanto peor, mejor”, teóricamente irreprochable, suele funcionar en la realidad de modo muy diferente, a saber: “cuanto peor, peor.”
Sin embargo, los estamentos independentistas ven las cosas de otra manera. Han agotado ya su argumentario, y recién comienzan con el repertorio de descalificaciones. Estas llegan también a sectores de la llamada “sociedad civil” que consideraban en principio potencialmente aliables, pero que ven los asuntos de la declaración de independencia de una manera muy distinta.
No solo no ha habido aproximación en los planteamientos de unos y otros, sino que el tono respetuoso y pacífico de otros tiempos ha desaparecido. Para ilustrar lo relativo a las formas me remito (basta un botón) a lo que nos cuenta José Luis López Bulla en “Los españoles olemos mal: a pescado.” (1)
Por cierto que en la cabecera de ese texto de José Luis va una foto en la que aparecemos él y yo en el quiosco del parque de la Ciutadella. Él lee la convocatoria pública de la huelga general de 15 de junio de 1985; yo tengo la función más humilde pero imprescindible de aparecer a su lado, puesto que era su secretario de Organización, a la sazón. Éramos entonces dos cuarentones recientes, provistos de algunas ideas arriesgadas y de muy pocos miedos. A José Luis lo llamábamos cariñosamente el Gordo. Yo aparezco con una pinta de fifiriche que no me recuerdo, la verdad. Esa blanca palidez se debe seguramente a una úlcera gástrica que por entonces me torturaba.
José Luis me califica de “dottore sutile”. Agradezco el piropo por venir de quien viene. Él sabe de la mano de qué maestro cursé yo el doctorado en sutilezas, sindicales u otras.