viernes, 27 de octubre de 2017

CONDUCTAS POCO EJEMPLARES


Hoy el Parlament de Catalunya ha votado dar inicio al proceso constituyente de una República catalana. En el Diccionario de la RAE, ese monumento al genio de la lengua castellana que contiene, entre otras imperfecciones menores, ciertos resabios gongorinos, a esa figura se le da el nombre de “vanilocuencia”. Josep Pla, que era catalán, payés de Llofriu, lo habría expresado de otro modo: “Collonadas.” Y también habría añadido, escamón: “Pero todo esto, ¿quién lo va a pagar?”
Es seguramente la pregunta oportuna. Ayer, día decisivo en muchos aspectos, la labor discreta de los mediadores había alcanzado algún resultado no desdeñable: Puigdemont debía convocar elecciones, y todo lo demás se podría ir arreglando por sus pasos. No era mucho como perspectiva, seguro; sí era, sin embargo, mucho mejor que la perspectiva de hoy.
La noticia de que el president iba a convocar elecciones se filtró a ritmo de tuit a la ciudadanía en general: la Bolsa subió, la prensa se hizo eco, la plaza de Sant Jaume se llenó de un gentío provisto de pancartas de “Puigdemont traidor”.
Son gajes del oficio. El ejercicio de una responsabilidad política (“política” en el sentido amplio de la palabra, referido a la polis, es decir a los asuntos que son propios del común) conlleva, desde que los antiguos griegos inventaron la democracia y su pariente próxima la demagogia, la absoluta seguridad de que cualquier decisión controvertida va a acarrear insultos por parte de quienes no la comparten. El insulto históricamente preferido en estos casos, con una gran ventaja frente a cualquier otro, es el de “traidor”.
El representante del pueblo, que para eso lo es, tiene “de serie” la obligación de tragarse el sapo y actuar en todo momento, pero muy en particular cuando el momento es delicado, con la vista fija en los intereses de sus representados, es decir de quienes le han puesto ahí. Sin embargo, son muchos los políticos que, puestos en la tesitura, miran antes por sí mismos que por el común.
Se trata, sin duda, de una conducta poco ejemplar.
Ayer Carles Puigdemont debía convocar elecciones anticipadas. Demoró primero su comparecencia, y optó finalmente por no convocarlas, y echar la culpa de sus titubeos al enemigo secular. Dijo que no se le habían dado suficientes garantías. Solo puedes pedir garantías a alguien que te respeta; si empiezas por no respetarte a ti mismo, ¿cómo vas a conseguir el respeto de los demás?
Puigdemont, en esos momentos de pánico incontrolado, tenía a su lado a Oriol Junqueras, la otra cabeza de una autoridad catalana pretendidamente bicéfala. Puigdemont ofreció a su compañero en la cumbre dimitir irrevocablemente ahí mismo, y que fuera el otro el que anunciara la mala noticia. Junqueras se negó.
Junqueras es el ejemplo más acabado que conozco de cuñadismo. Desde el principio ha sabido todo lo que había que saber: que la economía prosperaría con la independencia, que ninguna empresa se marcharía fuera de los lares patrios, que los juristas internacionales avalarían el procedimiento empleado, que Europa recibiría en sus brazos a Cataluña como el florón más privilegiado de su corona. Él ha empujado a Ulises Puigdemont al despeñadero jurándole por estas que no había tal despeñadero sino una autopista de seis carriles hacia una Ítaca independiente y feliz.
Junqueras, ayer, se negó a asumir la parte que le tocaba de corresponsabilidad.
Entre los dos dieron con el expediente de sacudirse las pulgas y someter el asunto al Parlament. El Parlament ha sido rodeado hoy por las brigadas de activistas indepes. Desde la tribuna de invitados (¿quién les invitó?), han sido abucheadas todas las intervenciones contrarias a continuar avanzando por la ruta marcada en los mapas, pese a estar demostrado que tal ruta no existe más que en los mapas.
Hoy ha sido un día histórico, ciertamente, pero no una jornada gloriosa para la democracia. Siguiendo el ejemplo de los dos líderes carismáticos, la porción levemente mayoritaria del Parlament ha preferido cerrar los ojos y saltar al vacío. Lo ha hecho, eso sí, con la intención explícita de cumplir con el mandato sagrado que ha recibido de la ciudadanía.
¿Qué quién va a pagar esto?, podrán contestar a Pla. Pues la ciudadanía, naturalmente. ¿Quién si no, cuando los políticos se comportan como irresponsables?