Hoy el Parlament de
Catalunya ha votado dar inicio al proceso constituyente de una República
catalana. En el Diccionario de la RAE, ese monumento al genio de la lengua castellana
que contiene, entre otras imperfecciones menores, ciertos resabios gongorinos,
a esa figura se le da el nombre de “vanilocuencia”. Josep Pla, que era catalán,
payés de Llofriu, lo habría expresado de otro modo: “Collonadas.” Y también habría
añadido, escamón: “Pero todo esto, ¿quién lo va a pagar?”
Es seguramente la
pregunta oportuna. Ayer, día decisivo en muchos aspectos, la labor discreta de
los mediadores había alcanzado algún resultado no desdeñable: Puigdemont debía
convocar elecciones, y todo lo demás se podría ir arreglando por sus pasos. No
era mucho como perspectiva, seguro; sí era, sin embargo, mucho mejor que la perspectiva
de hoy.
La noticia de que
el president iba a convocar
elecciones se filtró a ritmo de tuit a la ciudadanía en general: la Bolsa
subió, la prensa se hizo eco, la plaza de Sant Jaume se llenó de un gentío
provisto de pancartas de “Puigdemont traidor”.
Son gajes del
oficio. El ejercicio de una responsabilidad política (“política” en el sentido
amplio de la palabra, referido a la polis, es decir a los asuntos que son
propios del común) conlleva, desde que los antiguos griegos inventaron la
democracia y su pariente próxima la demagogia, la absoluta seguridad de que
cualquier decisión controvertida va a acarrear insultos por parte de quienes no
la comparten. El insulto históricamente preferido en estos casos, con una gran
ventaja frente a cualquier otro, es el de “traidor”.
El representante
del pueblo, que para eso lo es, tiene “de serie” la obligación de tragarse el
sapo y actuar en todo momento, pero muy en particular cuando el momento es
delicado, con la vista fija en los intereses de sus representados, es decir de quienes
le han puesto ahí. Sin embargo, son muchos los políticos que, puestos en la
tesitura, miran antes por sí mismos que por el común.
Se trata, sin duda,
de una conducta poco ejemplar.
Ayer Carles
Puigdemont debía convocar elecciones anticipadas. Demoró primero su
comparecencia, y optó finalmente por no convocarlas, y echar la culpa de sus titubeos
al enemigo secular. Dijo que no se le habían dado suficientes garantías. Solo
puedes pedir garantías a alguien que te respeta; si empiezas por no respetarte
a ti mismo, ¿cómo vas a conseguir el respeto de los demás?
Puigdemont, en esos
momentos de pánico incontrolado, tenía a su lado a Oriol Junqueras, la otra
cabeza de una autoridad catalana pretendidamente bicéfala. Puigdemont ofreció a
su compañero en la cumbre dimitir irrevocablemente ahí mismo, y que fuera el
otro el que anunciara la mala noticia. Junqueras se negó.
Junqueras es el ejemplo
más acabado que conozco de cuñadismo. Desde el principio ha sabido todo lo que
había que saber: que la economía prosperaría con la independencia, que ninguna
empresa se marcharía fuera de los lares patrios, que los juristas
internacionales avalarían el procedimiento empleado, que Europa recibiría en
sus brazos a Cataluña como el florón más privilegiado de su corona. Él ha
empujado a Ulises Puigdemont al despeñadero jurándole por estas que no había
tal despeñadero sino una autopista de seis carriles hacia una Ítaca independiente
y feliz.
Junqueras, ayer, se
negó a asumir la parte que le tocaba de corresponsabilidad.
Entre los dos dieron
con el expediente de sacudirse las pulgas y someter el asunto al Parlament. El
Parlament ha sido rodeado hoy por las brigadas de activistas indepes. Desde la
tribuna de invitados (¿quién les invitó?), han sido abucheadas todas las
intervenciones contrarias a continuar avanzando por la ruta marcada en los
mapas, pese a estar demostrado que tal ruta no existe más que en los mapas.
Hoy ha sido un día
histórico, ciertamente, pero no una jornada gloriosa para la democracia.
Siguiendo el ejemplo de los dos líderes carismáticos, la porción levemente
mayoritaria del Parlament ha preferido cerrar los ojos y saltar al vacío. Lo ha
hecho, eso sí, con la intención explícita de cumplir con el mandato sagrado que
ha recibido de la ciudadanía.
¿Qué quién va a
pagar esto?, podrán contestar a Pla. Pues la ciudadanía, naturalmente. ¿Quién
si no, cuando los políticos se comportan como irresponsables?