martes, 10 de octubre de 2017

PLUS ULTRAS


Nuestro nunca bien ponderado presidente del gobierno no se priva de presumir, parafraseando a Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si les resultan insuficientes no se preocupen; puedo recurrir a otros.”
Las señales son inequívocas. La ultraderecha ya no existe oficialmente en España (salvo algunas efes recalcitrantes: Falange, Fundación Francisco Franco, FAES), pero sus restos mortales se han corporeizado con excelente salud en Valencia para reventar la manifestación pacífica de la fiesta de la comunidad. En Cataluña han tenido apariciones esporádicas en distintos lugares, provistos de banderas y atambores; también ha habido puñadas para una chica que llamó fachas a los coleguis de una patota ostentosamente agresiva, y un muchacho que llamó la atención en el metro a un escamot pasado de copas recibió una patada en el pecho. En diferentes lugares de Andalucía y otras comunidades, algunas gentes salieron a las calles con la bandera del águila y despidieron con gritos de “a por ellos oé” a los guardias civiles que partían a una misión pacificadora en Cataluña; en la gran manifestación de Madrid, en cambio, las covachuelas atendieron la petición de los ministerios de no desplegar símbolos preconstitucionales para no dar mala imagen ante los corresponsales del exterior (los del interior, todos sabemos de qué pie calzan).
Las señales son inequívocas, pero la fiscalía no ha instruido diligencias en ninguno de esos casos, y mantiene la actitud templada de restar importancia a tales brotes de ideologías desfasadas. No son delitos de odio, no generan alarma social; la fiscalía tiene hechos más importantes que perseguir.
Quien defiende en España el Estado de derecho es un partido que se ha lucrado larga y abundantemente de la corrupción sin que ocurra nada; pero se condena por la ley mordaza a una activista que arrojó un ejemplar de la Constitución al ex ministro Fernández Díaz, que debió considerar el lance como una ofensa suprema y refinada, habida cuenta del caso que hizo de la Constitución “de todos los españoles” durante su aciago mandato. Se siguen interponiendo recursos y apurando plazos con la única finalidad de dejar impunes tantas operaciones lucrativas urdidas a la sombra de un poder de facto, no legal, no escrito, no legítimo ni legitimado en modo alguno.
Así están las cosas en el país mientras escucho en Atenas, al lado de mis nietos, las primeras frases de la declaración de un Puigdemont imbuido de la prosopopeya del jefe de la irreductible aldea gala en la que Jordi Turull oficia de Astérix, y Oriol Junqueras de Obélix.
Se apunta a una posible mediación europea de última hora en el conflicto catalán. Bienvenida sea, si llega. Con penas de cárcel e intervenciones de la autonomía no se arregla un asunto que se ha ido envenenando por la mala fe de las dos facciones enfrentadas. No es Cataluña la que debe marcharse de España; lo que sobra en este país son los pelotazos, las contabilidades B y las historias de los tres por ciento.
Lo demás, por grave que parezca, podemos arreglarlo entre todos.