Nuestro nunca bien
ponderado presidente del gobierno no se priva de presumir, parafraseando a
Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si les resultan insuficientes no se
preocupen; puedo recurrir a otros.”
Las señales son
inequívocas. La ultraderecha ya no existe oficialmente en España (salvo algunas
efes recalcitrantes: Falange, Fundación Francisco Franco, FAES), pero sus
restos mortales se han corporeizado con excelente salud en Valencia para
reventar la manifestación pacífica de la fiesta de la comunidad. En Cataluña han
tenido apariciones esporádicas en distintos lugares, provistos de banderas y
atambores; también ha habido puñadas para una chica que llamó fachas a los
coleguis de una patota ostentosamente agresiva, y un muchacho que llamó la
atención en el metro a un escamot pasado de copas recibió una patada en el
pecho. En diferentes lugares de Andalucía y otras comunidades, algunas gentes salieron
a las calles con la bandera del águila y despidieron con gritos de “a por ellos
oé” a los guardias civiles que partían a una misión pacificadora en Cataluña;
en la gran manifestación de Madrid, en cambio, las covachuelas atendieron la
petición de los ministerios de no desplegar símbolos preconstitucionales para
no dar mala imagen ante los corresponsales del exterior (los del interior,
todos sabemos de qué pie calzan).
Las señales son
inequívocas, pero la fiscalía no ha instruido diligencias en ninguno de esos
casos, y mantiene la actitud templada de restar importancia a tales brotes de
ideologías desfasadas. No son delitos de odio, no generan alarma social; la
fiscalía tiene hechos más importantes que perseguir.
Quien defiende en
España el Estado de derecho es un partido que se ha lucrado larga y abundantemente
de la corrupción sin que ocurra nada; pero se condena por la ley mordaza a una
activista que arrojó un ejemplar de la Constitución al ex ministro Fernández
Díaz, que debió considerar el lance como una ofensa suprema y refinada, habida
cuenta del caso que hizo de la Constitución “de todos los españoles” durante su
aciago mandato. Se siguen interponiendo recursos y apurando plazos con la única
finalidad de dejar impunes tantas operaciones lucrativas urdidas a la sombra de
un poder de facto, no legal, no escrito, no legítimo ni legitimado en modo alguno.
Así están las cosas
en el país mientras escucho en Atenas, al lado de mis nietos, las primeras
frases de la declaración de un Puigdemont imbuido de la prosopopeya del jefe de
la irreductible aldea gala en la que Jordi Turull oficia de Astérix, y Oriol
Junqueras de Obélix.
Se apunta a una
posible mediación europea de última hora en el conflicto catalán. Bienvenida
sea, si llega. Con penas de cárcel e intervenciones de la autonomía no se
arregla un asunto que se ha ido envenenando por la mala fe de las dos facciones
enfrentadas. No es Cataluña la que debe marcharse de España; lo que sobra en
este país son los pelotazos, las contabilidades B y las historias de los tres
por ciento.
Lo demás, por grave
que parezca, podemos arreglarlo entre todos.