viernes, 20 de octubre de 2017

EL VIAJE, EL PILOTO Y EL DESTINO





Ayer Carmen y yo ensayamos una clara fuga hacia adelante desde las absorbentes cuestiones catalanas y acudimos al Museo Arqueológico Nacional de Atenas a visitar la exposición temporal “Odissíes” (Odiseas). Una muestra de piezas arqueológicas excepcionales agrupadas en tres secciones tituladas “Viaje”, “Ítaca” y “Éxodo” (este último no en plan veterotestamentario sino como salida, final y desembocadura).
La pieza que aparece en la fotografía no es la más valiosa de la muestra, con toda seguridad, pero aun así, es única en un sentido. Se trata de un fragmento de crátera decorado en el llamado “estilo geométrico”, desenterrado en Atenas y datable hacia 750-700 antes de Cristo; a grandes trazos, en la misma época de las epopeyas homéricas.
A la derecha aparece representada la figura muy estilizada del piloto, de pie en la popa de su nave, con una mano en la vela y la otra en el remo que hacía las veces de timón. La figura se ajusta (salvo en la posición erguida) a lo que explica Homero en el Canto V de la Odisea: «Así que el divino Odiseo orientó gozoso la vela al viento y sentado gobernaba el remo del timón con habilidad.»
Odiseo (Ulises) zarpó así de la isla de Calipso, y navegó toda la noche sin pegar ojo, siguiendo los caminos innumerables del mar a través de los laberintos del cielo; sin perder de vista las Pléyades, Bootes, y la Osa «llamada por algunos el Carro» que gira todo el año alrededor de un mismo punto y es la única constelación que no se baña en el mar. Porque la ninfa Calipso le había dicho que, para llegar a la ribera donde habitan los feacios, debía mantener siempre el Carro a su izquierda.
La figura del piloto o timonel tiene una carga simbólica enorme: a él confiamos los viajeros nuestra fortuna y nuestra vida; él se adueña por completo de nuestro destino y nos dirige, tal vez al punto al que deseábamos llegar, o tal vez a otro punto desconocido y situado fuera de nuestro albedrío, posiblemente catastrófico. En una de las Cançons de la roda del temps, que comienza con un presagio («Fortunes de mar / se m’emportaran»), Salvador Espriu pregunta inquieto: «A quin port s’enrolà, serviola, aquest nou timoner tan estrany? Jo no sé quins camins del meu somni l’han menat al govern de la nau» (¿En qué puerto se enroló, vigía, este nuevo timonel tan extraño? No sé qué caminos de mi sueño lo han llevado al gobierno de la nave.)
La extrañeza es también la cualidad sobresaliente del visitante no invitado de un poema de Yannis Rítsos, Cuando viene el Extraño (1958), que alecciona a sus oyentes en la conformidad con el destino común que de cierto nos espera a todos: «Siempre hay un nacimiento – dijo el Extraño –, y la muerte es una añadidura, no una sustracción. Nada se pierde.»