Ayer Carmen y yo
ensayamos una clara fuga hacia adelante desde las absorbentes cuestiones
catalanas y acudimos al Museo Arqueológico Nacional de Atenas a visitar la
exposición temporal “Odissíes” (Odiseas). Una muestra de piezas arqueológicas
excepcionales agrupadas en tres secciones tituladas “Viaje”, “Ítaca” y “Éxodo”
(este último no en plan veterotestamentario sino como salida, final y
desembocadura).
La pieza que
aparece en la fotografía no es la más valiosa de la muestra, con toda
seguridad, pero aun así, es única en un sentido. Se trata de un fragmento de
crátera decorado en el llamado “estilo geométrico”, desenterrado en Atenas y
datable hacia 750-700 antes de Cristo; a grandes trazos, en la misma época de
las epopeyas homéricas.
A la derecha
aparece representada la figura muy estilizada del piloto, de pie en la popa de su
nave, con una mano en la vela y la otra en el remo que hacía las veces de
timón. La figura se ajusta (salvo en la posición erguida) a lo que explica
Homero en el Canto V de la Odisea: «Así
que el divino Odiseo orientó gozoso la vela al viento y sentado gobernaba el
remo del timón con habilidad.»
Odiseo (Ulises) zarpó
así de la isla de Calipso, y navegó toda la noche sin pegar ojo, siguiendo los
caminos innumerables del mar a través de los laberintos del cielo; sin perder
de vista las Pléyades, Bootes, y la Osa «llamada por algunos el Carro» que gira
todo el año alrededor de un mismo punto y es la única constelación que no se
baña en el mar. Porque la ninfa Calipso le había dicho que, para llegar a la
ribera donde habitan los feacios, debía mantener siempre el Carro a su
izquierda.
La figura del
piloto o timonel tiene una carga simbólica enorme: a él confiamos los viajeros
nuestra fortuna y nuestra vida; él se adueña por completo de nuestro destino y
nos dirige, tal vez al punto al que deseábamos llegar, o tal vez a otro punto desconocido
y situado fuera de nuestro albedrío, posiblemente catastrófico. En una de las Cançons de la roda del temps, que
comienza con un presagio («Fortunes de
mar / se m’emportaran»), Salvador Espriu pregunta inquieto: «A quin port s’enrolà, serviola, aquest nou
timoner tan estrany? Jo no sé quins camins del meu somni l’han menat al govern
de la nau» (¿En qué puerto se enroló, vigía, este nuevo timonel tan
extraño? No sé qué caminos de mi sueño lo han llevado al gobierno de la nave.)
La extrañeza es
también la cualidad sobresaliente del visitante no invitado de un poema de
Yannis Rítsos, Cuando viene el Extraño (1958),
que alecciona a sus oyentes en la conformidad con el destino común que de cierto
nos espera a todos: «Siempre hay un
nacimiento – dijo el Extraño –, y la muerte es una añadidura, no una sustracción.
Nada se pierde.»