Se cumplen este mes
los cien años justos de la Revolución de Octubre en Rusia. En su tiempo fue
considerada, y teorizada abusivamente, como un atajo hacia el final de la
historia; entonces se suponía, a raíz de un equívoco propiciado por el
mismísimo Carlos Marx, que el comunismo traería consigo el final de la historia
(en el sentido de “el no va más”, la apoteosis como cierre de la función). Hoy,
con cien años más de experiencia y bastantes desengaños a cuestas, tendemos a
considerar aquella revolución más bien como una discontinuidad de la historia,
una irrupción que dinamitó – en sentido literal – el guión establecido por las
grandes potencias en pugna por el reparto imperial de buena parte del mundo.
A partir de ahí, hay
dos historias distintas a considerar: una, lo que ocurrió en el ámbito del socialismo
real; otra, lo que ocurrió en el mundo. Visto desde el ángulo del desarrollo interno
de la sociedad socialista, Octubre se desvirtuó y se marchitó muy pronto hasta
desembocar en un gran fracaso, consumado apenas setenta años después. Desde el
segundo enfoque, la revolución rusa fue la avanzada y la inspiradora de una
miríada de guerras y de movimientos de liberación en lo que se vendría a llamar
el Tercer mundo: el mundo subalterno, el mundo repartido, heterodirigido y
expoliado desde las grandes metrópolis del capital y las finanzas.
Si en gran medida
el imperialismo ha reafirmado con nuevos instrumentos su dominio económico
sobre las antiguas colonias, nada es igual a como era antes; los derechos de
las personas han crecido a la sombra de aquella gran revuelta de los desheredados
de la tierra, y el fantasma de la libertad y la autorrealización para los
esclavos recorre la escena, de modo que nadie puede estar totalmente seguro de
que la historia ha concluido al fin y nunca sobrevendrá ya, en un solo lugar o
en mil lugares distintos, un nuevo Octubre rojo.
El sindicalista y
sociólogo italiano Bruno Trentin dejó anotadas en sus Diarios reflexiones
urgentes, en tiempo real, sobre el derrumbe de las sociedades socialistas sobrevenido
entre los años 1989 y 1991. Son reflexiones muy agudas, y de doble filo. Sobre
el experimento soviético anota que su gran fallo estuvo, desde la perspectiva
de la economía, en priorizar la distribución de la riqueza sobre la democracia
económica y la autorrealización en el trabajo; la atención al crecimiento del
nivel adquisitivo de los trabajadores se impuso, en esta lógica, al objetivo de
la liberación “del” trabajo (heterodirigido) y “en el” trabajo, cuestión que se dejó
pospuesta hasta una “etapa” posterior (que nunca llegó) de mayor consolidación mundial de la economía
socialista. Hubo, así, tanto taylorismo y tanto sufrimiento en el trabajo detrás,
como delante del telón de acero.
El otro gran error del
sovietismo fue político: el autoritarismo, el culto desmedido a las
prerrogativas del estado por encima de las libertades de las personas. Las
revueltas populares que derribaron los muros y acabaron con las burocracias
dirigentes en el Este y Centro de Europa fueron, escribe Trentin, más
antitotalitarias que democráticas. Acierta: no ha habido ninguna expansión perceptible
de la democracia en los nuevos estados poscomunistas; sino, al contrario, una
exacerbación de los particularismos y de las fobias étnicas y/o religiosas.
Concluye así
Trentin su reflexión al respecto (en Dortmund, 10 octubre 1991): «Las sociedades llamadas comunistas han destruido
la sociedad civil; no la han reconciliado con el Estado como soñaba Gramsci.»
En Occidente, señala inmediatamente después, está teniendo lugar el
mismo divorcio entre Estado y sociedad civil, en la forma de búsqueda de una
nueva legitimación del Estado frente a la complejidad de una sociedad
atravesada por contradicciones crecientes.
En relación con el
segundo enfoque mencionado más arriba, describe Trentin en el curso de un viaje
a Bruselas, el 30 de enero de 1990, cómo hay un comunismo muerto y embalsamado,
y otro muy vivo e irreductible. Y los describe de este modo: «El
comunismo cuyo final nadie podrá decretar es el de las ideas, el de las utopías
llevadas a la práctica, desde Campanella hasta Fourier y sobre todo Owen, el de
las provocaciones críticas con Marx y más allá de Marx; el comunismo de los
movimientos reales que ponen en el centro de sus objetivos la liberación del
hombre, en esta tierra, en esta historia. El otro –el estadio último de la
historia, la sociedad de la libertad que sucede a la de la equidad (!) y a la
de la explotación, es solo el espectro de una teoría osificada –una pequeña
parte de la obra de Marx– que está verdaderamente muerta, después de la
destrucción de los cerrojos que ella misma trataba de imponer a los ideales, a
las culturas, a la creatividad de los hombres.»