jueves, 5 de octubre de 2017

PEQUEÑOS MALENTENDIDOS CON UN PREMIO NOBEL


Leo mucho, pero eso no significa necesariamente que lea bien. En todo caso, mi criterio de lectura suele discrepar con el del comité Nobel. No es que yo pretenda enmendarles la plana, hacer algo así sería horriblemente presuntuoso. Sé que en el comité manejan de maravilla el Big data y el sistema internacional de pesos y medidas para establecer las compensaciones oportunas de un año para otro (¡el pasado premiaron a Dylan!) Luego está el jueguecito travieso de las adivinanzas para saber quién “no” va a ganar el premio. Los autores galardonados con el “No Nobel” quedan en ocasiones tan prestigiados como los que, de manera más rutinaria y prosaica, “sí” recibieron el premio. El año pasado los “no” ganadores fueron Philip Roth y Haruki Murakami. Murakami ha repetido este año (lleva muchos haciéndolo) en compañía de Ngugi Wa Thiongo y Margaret Atwood. También Javier Marías ha obtenido un lugar destacado en la lista de desecho de tienta. Mi enhorabuena.
Pero Kazuo Ishiguro es de los míos. Tanto, que me parece inverosímil haber coincidido tanto con el comité en un juicio de valor. Quizá se produjo un malentendido. Habrían pensado por fin en Murakami. Entonces, alguien del comité dijo a la secretaria: «Este año premiamos al japonés, Ulrike (o Sigrid, o Olga). Mande las cartas.» Y Ulrike (o Sigrid, o Olga) se equivocó de japonés.
A diferencia de Murakami, Ishiguro no escribe en japonés sino en un inglés terso, culto, muy puro. Sus historias están ambientadas en Inglaterra. Yo he leído dos de sus novelas y una colección de cuentos.
En Los restos del día, el protagonista es un mayordomo que sirve en una gran mansión y trata de ser digno en todo momento del honor inmenso que, en su estimación, le ha correspondido. Según una escala de valores viciada que ha heredado de su padre, tanto más alta es la gloria de un sirviente cuanto más grande es su señor y amo. Después de enarbolar durante muchos años ese paradigma de la subalternidad leal y de la importancia personal adquirida mediante transferencia, el mayordomo perfecto se dará cuenta demasiado tarde de que ha desperdiciado su carrera (y su vida personal, y el amor de una posible compañera) al servicio del amo equivocado.
He leído algunos resúmenes diferentes de la novela: los que confrontan a un servidor sagaz con un amo indigno. A mí me parece una mala lectura de la prosa, tan nítida, del autor. La película de James Ivory, con Anthony Hopkins y Emma Thompson sensacionales, me reafirmó en mi lectura pero también reafirmó a otros en la suya. Qué se le va a hacer.
El gigante enterrado está, según reseña en elpais David Alandete, «ambientada en un mundo de fantasía artúrica», y es «la historia angustiosa de personas perdidas que buscan su lugar en el mundo, tratando de escapar de su particular caverna de Platón.» Lo cual es muy cierto, salvo que yo he visto algo más en la novela. Puede que lo haya puesto yo mismo ahí (¿quién dice que el lector no es también creador, como complemento necesario del autor?), y puede también que el sentido oculto estuviese implícito en la intención de Ishiguro, no lo sé, no tiene mucha importancia (las metáforas, decía el cartero de Neruda, no son propiedad del autor sino de quienes las necesitan).
Yo he visto en el libro una parábola sobre el Brexit.
En primer lugar, no se trata de una fantasía artúrica sino postartúrica. En la época de Arturo, se nos dice, hubo una guerra, de la que se ha perdido la memoria, con el fin de unificar el reino. Corrió mucha sangre, hubo mucha injusticia, mucha esclavitud, y al resultado final se le llamó paz y prosperidad. El reino forjado por Arturo se ha extendido más allá de unas fronteras imprecisas, y abarca extensiones sin límites, civilizadas por la sangre y la espada. Un dragón (una dragona para ser exactos) protege el statu quo emitiendo humos que provocan olvido en quienes los respiran. Una pareja de ancianos que viaja en busca de su hijo se ve mezclada en las acciones de otros personajes que se entrecruzan y se persiguen mutuamente; unos pretenden dar muerte al dragón, y otros, defenderlo. Cuando al fin el dragón muere y se disipa la niebla que oscurecía las memorias, renacen de pronto los viejos conflictos adormecidos, y anglos y sajones vuelven al punto inicial de su historia: el enfrentamiento en una guerra a muerte.
En cualquier caso, declaro solemnemente que yo soy más de Ishiguro que de Murakami (y me gusta mucho Murakami). Aplaudo al comité del Nobel por esta vez, aunque, visto su comportamiento errático, me queda un resquicio de duda: si en todo esto del premio no se habrá cruzado un malentendido.