Leo mucho, pero eso
no significa necesariamente que lea bien. En todo caso, mi criterio de lectura
suele discrepar con el del comité Nobel. No es que yo pretenda enmendarles la
plana, hacer algo así sería horriblemente presuntuoso. Sé que en el comité
manejan de maravilla el Big data y el sistema internacional de pesos y medidas
para establecer las compensaciones oportunas de un año para otro (¡el pasado
premiaron a Dylan!) Luego está el jueguecito travieso de las adivinanzas para
saber quién “no” va a ganar el premio. Los autores galardonados con el “No
Nobel” quedan en ocasiones tan prestigiados como los que, de manera más
rutinaria y prosaica, “sí” recibieron el premio. El año pasado los “no”
ganadores fueron Philip Roth y Haruki Murakami. Murakami ha repetido este año
(lleva muchos haciéndolo) en compañía de Ngugi Wa Thiongo y Margaret Atwood.
También Javier Marías ha obtenido un lugar destacado en la lista de desecho de
tienta. Mi enhorabuena.
Pero Kazuo Ishiguro
es de los míos. Tanto, que me parece inverosímil haber coincidido tanto con el
comité en un juicio de valor. Quizá se produjo un malentendido. Habrían pensado
por fin en Murakami. Entonces, alguien del comité dijo a la secretaria: «Este
año premiamos al japonés, Ulrike (o Sigrid, o Olga). Mande las cartas.» Y Ulrike
(o Sigrid, o Olga) se equivocó de japonés.
A diferencia de Murakami, Ishiguro no escribe en
japonés sino en un inglés terso, culto, muy puro. Sus historias están
ambientadas en Inglaterra. Yo he leído dos de sus novelas y una colección de
cuentos.
En Los restos
del día, el protagonista es un mayordomo que sirve en una gran mansión y
trata de ser digno en todo momento del honor inmenso que, en su estimación, le
ha correspondido. Según una escala de valores viciada que ha heredado de su
padre, tanto más alta es la gloria de un sirviente cuanto más grande es su
señor y amo. Después de enarbolar durante muchos años ese paradigma de la
subalternidad leal y de la importancia personal adquirida mediante transferencia,
el mayordomo perfecto se dará cuenta demasiado tarde de que ha desperdiciado su
carrera (y su vida personal, y el amor de una posible compañera) al servicio
del amo equivocado.
He leído algunos resúmenes diferentes de la novela:
los que confrontan a un servidor sagaz con un amo indigno. A mí me parece una
mala lectura de la prosa, tan nítida, del autor. La película de James Ivory,
con Anthony Hopkins y Emma Thompson sensacionales, me reafirmó en mi lectura pero
también reafirmó a otros en la suya. Qué se le va a hacer.
El gigante
enterrado está, según reseña en elpais David Alandete, «ambientada en un mundo de fantasía
artúrica», y es «la historia angustiosa de personas perdidas que buscan su
lugar en el mundo, tratando de escapar de su particular caverna de Platón.» Lo
cual es muy cierto, salvo que yo he visto algo más en la novela. Puede que lo
haya puesto yo mismo ahí (¿quién dice que el lector no es también creador, como
complemento necesario del autor?), y puede también que el sentido oculto estuviese
implícito en la intención de Ishiguro, no lo sé, no tiene mucha importancia
(las metáforas, decía el cartero de Neruda, no son propiedad del autor sino de
quienes las necesitan).
Yo he visto en el
libro una parábola sobre el Brexit.
En primer lugar, no
se trata de una fantasía artúrica sino postartúrica. En la época de Arturo, se
nos dice, hubo una guerra, de la que se ha perdido la memoria, con el fin de
unificar el reino. Corrió mucha sangre, hubo mucha injusticia, mucha
esclavitud, y al resultado final se le llamó paz y prosperidad. El reino
forjado por Arturo se ha extendido más allá de unas fronteras imprecisas, y
abarca extensiones sin límites, civilizadas por la sangre y la espada. Un dragón
(una dragona para ser exactos) protege el statu quo emitiendo humos que
provocan olvido en quienes los respiran. Una pareja de ancianos que viaja en
busca de su hijo se ve mezclada en las acciones de otros personajes que se
entrecruzan y se persiguen mutuamente; unos pretenden dar muerte al dragón, y otros,
defenderlo. Cuando al fin el dragón muere y se disipa la niebla que oscurecía
las memorias, renacen de pronto los viejos conflictos adormecidos, y anglos y
sajones vuelven al punto inicial de su historia: el enfrentamiento en una guerra
a muerte.
En cualquier caso, declaro
solemnemente que yo soy más de Ishiguro que de Murakami (y me gusta mucho
Murakami). Aplaudo al comité del Nobel por esta vez, aunque, visto su
comportamiento errático, me queda un resquicio de duda: si en todo esto del
premio no se habrá cruzado un malentendido.