He emprendido la
relectura de “Ana Karenina”. Me enamoré de Ana sin remedio en mi primera leída,
hace muchísimos años; pero me resultaron antipáticos tanto Vronsky, el amante
despreocupado, como Levin, trasunto del propio León Tolstói, con sus discursos
impostados de elogio a la sociedad rural, a la vida retirada y al espíritu de
la madre Rusia. No había vuelto a tocar el libro desde entonces.
Presto, en este segundo
intento, una atención mayor a la sustancia literaria; la lectura lo agradece.
Tolstói es un jeremías como predicador del alma inmortal de la aldea rusa, pero
en cambio es un escritor de primerísimo orden, uno de los verdaderamente
grandes en la historia de las letras. Su tratamiento de los personajes “secundarios”
(las comillas son obligadas en este caso), componiéndolos no como un friso
decorativo que proporciona color local, sino como individualidades complejas,
de bulto redondo diríamos en escultura; y la agudeza psicológica con la que
desentraña y nos explica sus acciones y sus reacciones, apenas tienen parangón.
Y luego, están esos
instantes de largo recorrido, en los que se resumen años de vivencias y de
experiencias. El modelo paradigmático más difundido de este tipo de abolición literaria del tiempo real, es aquel relumbre del coronel Aureliano
Buendía delante del pelotón de fusilamiento, en “Cien años de soledad”, de
Gabriel García Márquez. Aquella magnífica zambullida en el inicio mismo del
relato, y sin previo aviso, para situar al lector en la mitad de la historia.
Pero Gabo leyó sin
duda a León, antes de escribir aquello. Y hay ejemplos en modo alguno inferiores,
del maestro ruso. Como un párrafo muy corto de “Ana Karenina” en el que Tolstói
anticipa el anudarse y desanudarse de las afinidades y las relaciones entre
tres de los protagonistas decisivos de su historia. Ocurre en el capítulo XXII
de la primera parte (la traducción, en mi volumen de Aguilar, es de Irene y
Laura Andresco). Kitty Scherbatsky está hablando en el salón de baile con Ana
Karenina, cuando se acerca a ellas Vronsky, novio extraoficial de Kitty, que ha
conocido a Ana pocos días antes, en la estación del tren, sin que entre los dos
se hayan cruzado nada más que algunas palabras. Al ver acercarse a Vronsky, Ana
acepta de pronto la invitación al vals de Korsunsky, que había declinado un
momento antes, y simula no ver el gesto de saludo del joven. Kitty espera que éste
la invite a bailar, pero él está distraído por algo. Por fin Vronsky la lleva
al centro de la pista, pero en ese momento cesa la música. «Kitty le miró al rostro, que tan cerca de ella estaba, y mucho tiempo
después, pasados varios años, esa mirada llena de amor que le dirigió, y a la
que él no correspondió, la atormentaba, llenándola de vergüenza.»
Es un pequeño
milagro de la literatura, un insight (atisbo)
del futuro a través de algo que, también algunos años después, Sigmund Freud
había de codificar como actos sintomáticos, invasiones repentinas de la
superficie de la vida social por fuerzas oscuras del inconsciente. La prosa de León Tolstói está cuajada de
intuiciones y momentos muy similares.