Sostiene Cospedal, ministra
de Defensa del actual gabinete, que muy posiblemente no será necesaria la
ocupación de Cataluña por el ejército español. La declaración va dirigida a
tranquilizar a la opinión, y posiblemente de rebote al Consejo Europeo, que ha
pedido de forma explícita el cese de la violencia. Lo cual hace que el cuajo de
la señora ministra tenga aún, si cabe, más bemoles.
Mientras tanto, la
violencia desmandada en Valencia contra una manifestación pacífica y legal, no
será investigada por una fiscalía especialmente activa en las últimas semanas. En
cuanto a los inequívocos excesos de las fuerzas del orden en los colegios
electorales de Cataluña, ya han sido adjetivados, no solo de proporcionados,
sino de ejemplares. El caballero que ha perdido la visión de un ojo y las
personas que hubieron de ser atendidas de porrazos y contusiones varias por
tirones de pelo y empujones escaleras abajo, tendrán difícil percibir una indemnización
en estas circunstancias: es un absurdo pensar que proceda una compensación
a los damnificados motivada por las consecuencias indeseadas de una actuación
ejemplar de las brigadas de la porra. Los únicos investigados en este dossier,
los “malos”, son los Mossos, por no haber pegado.
De otro lado, el
gobierno ha aprovechado el desfile militar de la Hispanidad para poner en el
escaparate el Gran Objetivo de la Exaltación de la Unidad en el Orgullo de la Españolidad
(todo en mayúsculas). En Barcelona hubo mogollón de gente venida de fuera con
gastos de viaje pagados para reivindicar en cabeza ajena el derecho inalienable
de los catalanes a pertenecer a España. Vinieron en plan pacífico, lo que solo
significa que ejercieron una violencia de
baja intensidad (murgas, insultos, alardes desafiantes, etc.) Hubo algo más,
sin embargo. Arrastrados tal vez por los efectos de un consumo inmoderado de
coñá de garrafón, grupos ultras del Valencia y del Frente Atlético se enfrentaron
a sillazos en plena plaza de Cataluña. Parece un despropósito a primera vista,
pero todo ello se hizo de forma natural e inocente y sin despertar alarma
social, según las autoridades expertas en la aplicación de la ley del embudo. Lejos
de constituir delito ni falta, la bronca etílica en un espacio público sería
una forma como cualquier otra de ejercer con orgullo la defensa insobornable de la unidad
de la patria en peligro.
La ultraderecha subvencionada
ha resucitado en España. En los tiempos de la Transición aquello llevó a
momentos puntuales de exceso de exaltación patriótica, como Montejurra o
Atocha, sobre los que las instancias oficiales corrieron apresuradamente un
tupido velo de silencio y olvido. No sería prudente descartar de plano que
cosas parecidas puedan volver a ocurrir de la mano de ese señor de cara de palo
que desempeña la presidencia del gobierno de la nación con el aire distraído y
falsamente bonachón de un registrador de la propiedad en excedencia.
Un hilo delator
une a ese señor con la ultraderecha, del mismo modo que lo une a los escándalos
de corrupción que afectan no solo a sus correligionarios sino al propio partido
que él dirige. Su actitud invariable sigue siendo, sin embargo, la de una ajenidad
absoluta y desprovista de cualquier atisbo de empatía. Todos los títeres de la
cachiporra que desfilan por el escenario de la actualidad pasan de inmediato a
ser, para él, “esos señores que usted me dice”.