La idea decimonónica
del museo era la de un sancta sanctorum al que solo había de permitirse acceder
a aquellos iniciados en los misterios que demostraran un discernimiento adecuado
de los prodigios ocultos que allí les iban a ser revelados.
La fuerza de las cosas
(entre ellas: las nuevas tecnologías de la información ─ también de la información
visual ─, la explosión del turismo de masas, la democratización de la cultura,
el abaratamiento de las tarifas en medios de transporte antes prohibitivos) ha
cambiado de arriba abajo la relación entre museo y visitante. Antes el museo
era una imagen de marca prestigiosa, gestionada por los ministerios de Cultura correspondientes
y que se ufanaba de una clientela selecta y exclusiva. Ahora el museo multiplica las
exposiciones y muestras temporales, acude a la propaganda de los medios y
programa grandes “revistas” de su material con el objeto de que el visitante no
solo franquee sus puertas una vez en la vida, como antaño los musulmanes en la
Meca o los jóvenes ingleses y alemanes de clase alta en su Gran Viaje a la cuna de la antigüedad clásica; sino
que asista repetidamente a unas salas capaces de proporcionarle incentivos y
estímulos renovados.
Porque «el público
es actualmente una pieza principal de los museos, sobre la cual gira todo. Sin
público, no existirían.»
Lo dice tal cual Rut
de las Heras en un bonito artículo en elpais, con motivo del Día internacional
de los museos. En consecuencia, conocer mejor al visitante y saber qué es lo
que lo motiva, forma parte de la estrategia de interacción del museo con el
entorno en el que se ubica. En particular con la ciudad.
En el mismo sentido
leí no hace mucho una entrevista conjunta a los directores de los cuatro museos
más importantes de Barcelona. Ellos iban más allá, incluso. Lo que favorece a
una institución, decían, favorece también a todas las demás. Y no solo eso,
sino que repercute de forma positiva en el flujo de turistas, en la
prolongación de las estancias, en el consumo.
Los museos viven al
ritmo de las ciudades, y evolucionan al ritmo de sus visitantes. Es muy arduo
sacar conclusiones acerca del provecho inmaterial que cada cual extrae de una
visita al museo; pero es un hecho que las personas en general, la gente común,
siente un interés mucho mayor que antes por lo que un museo pueda ofrecerle.
Hay categorías
diferentes, en ese interés colectivo. Por supuesto. Atiendan al retrato robot
del visitante de museo que, en virtud de parámetros aún no definidos del todo
con la deseable exigencia cuantitativa, apunta Rut de las Heras: mujer,
asalariada, con formación universitaria, de mediana edad y que no va en grupo
organizado.
De acuerdo, ellas marcan la tendencia pero no
menosprecien al resto, porque el resto es un mogollón de gente que va al museo
por razones muy variadas, y espera de él una satisfacción proporcionada a su
apetito de cultura.
Hace no mucho tiempo, leí en Público un texto bastante
infame en el que se reseñaban los comentarios en tripadvisor o similar de
visitantes de museos, para reírse de su incultura. Me llamó en particular la
atención el comentario de una pareja de visitantes españoles que decían que la
visita a los Uffizi de Florencia había sido el tiempo y el dinero perdido más
lamentable del forfait turístico al que se habían apuntado. Cola kilométrica
para empezar. La posibilidad ofrecida y aceptada de que les colaran por una
puerta lateral con un sobrecoste sobre la entrada. Falta de audioguías con una
información adecuada. Ninguna indicación de recorrido, de modo que se
vagabundeaba al azar por salas abarrotadas de pinturas hasta el techo.
Desconocimiento de lo que veían y de cómo valorarlo (decían, cito de memoria,
que no vieron de maestros reconocibles más que dos cuadros de Botticelli ─uno
la Primavera, el otro no identificado─, dos de Goya y uno de Velázquez). Y
cuando se sentaron en la cafetería para un descanso en la fatigosa visita, les
cobraron cinco euros por un pedazo minúsculo de tarta.
Más que reírme de los turistas sometidos a aquella
tortura nada refinada (a mí me recordó mi visita a los Museos Vaticanos de
Roma, donde me sentí aborregado y maltratado), me pareció que a los gestores y
responsables de los Uffizi tendría que caérseles la cara de vergüenza. Porque
nadie es responsable del nivel de cultura que tiene o deja de tener; pero quien
hace un esfuerzo por avanzar por ese camino, merece que las instituciones
adecuadas le faciliten las cosas mediante una apertura de conceptos y una
gestión de las cosas dignas del siglo en el que vivimos y de los medios
fabulosos que todos tenemos a nuestra disposición para mejorar.
Cosa que por fortuna se está haciendo ya, con buenos
resultados, en muchos museos de nuestro entorno.