La escenografía
minimalista de Carles Grouchemont para sus encuentros parapolíticos en Berlín
incluye dos elementos simbólicos evocadores de la patria: de un lado, un sillón
historiado con visos de trono que lo coloca a una altura ligeramente superior a
la de sus interlocutores, obligados a servirse de un sofá; de otro, una talla
de la Moreneta de tamaño modesto, colocada sobre una mesita auxiliar.
El poder y la
legitimidad. Simbólicos. No hace falta nada más para construir una patria
virtual en un escenario cualquiera. La patria es el lugar de donde uno se
siente, y ese lugar es mucho más pequeño y anodino de lo que se suele pensar.
Apunto mi
recentísima experiencia personal, ahora que estoy de nuevo en Egáleo, Atenas.
Los dos símbolos (no puedo llamarlos de otra manera) que me han hecho sentir de
nuevo “en casa” han sido el fuerte aroma de especias varias que sale por la
puerta de “To Piperi” (La Pimienta), la tienda de nuestra misma calle a la que
acudimos cuando queremos sazonar suculentas parrilladas de carne o de pescado;
y el trino alegre e insistente de un pájaro colgado en una jaula en la terraza
de enfrente de la habitación donde he instalado mi ordenador portátil. Me llega
por la ventana abierta de par en par (aquí estamos ahora a un punto menos de
los treinta grados). Se trata probablemente de un ruiseñor, pero no soy un
experto en aves canoras. A su canción optimista se unirán en algún momento
arrullos de tórtolas, estas en libertad. En Barcelona no puedo disfrutar de
este tipo de acompañamiento musical.
En “Librotea”, una
sección de recomendación de libros que aparece en elpais, daban ayer la lista
de las veinticinco obras más influyentes en la historia de la literatura
occidental. Bajo este título rimbombante aparecen títulos muy respetables en
general, pero cuestionables de todos modos. Vienen ordenados por orden
cronológico de aparición. El segundo es la Biblia, pero no se dice cuál. Es decir,
se omite el hecho de que unas partes de ese compendio de escritos de origen e
intención muy diversos han sido (siguen siendo) verdad divina revelada para
unos y ponzoña venenosa para otros, y que los unos y los otros se han
perseguido de forma implacable y se han dado muerte de las formas más
retorcidas, en defensa o en ataque de versículos concretos. La "influencia", en
el caso de la Biblia, va de eso. Resumirla como un monumento cultural sin
precisar sus contornos, lo que se incluye en ella y lo que se descarta, es caer en un
equívoco complaciente.
Y si la Biblia sin
más precisiones resulta una patria difícil para cualquier lector, lo mismo
ocurre con la primera, la más antigua, de las recomendaciones de Librotea: la
Ilíada, de Homero, historia de una guerra cultural y comercial despiadada,
emprendida bajo el pretexto de un tema de violencia de género (el rapto de
Helena) en el que las partes dilucidan con la finura de jueces pamplonicas si
hubo o no hubo consentimiento expreso o tácito de la víctima.
El libro está mal
elegido. Puestos a optar por una de las epopeyas de Homero, la Odisea es de largo
la más universal, la más moderna incluso.
Hay muchas
interpretaciones posibles para ese recorrido existencial por mil países, por
mil peligros, en busca de la Ítaca añorada. Para unos será una historia de
legitimidad, de lucha por la recuperación de la pertenencia propia contra unos
pretendientes codiciosos.
Pero también es
legítimo ver la historia desde el prisma que nos proporcionó Constantin Cavafis en un poema
inolvidable (aunque Librotea no lo haya incluido en su Top 25): en el viaje a
Ítaca, lo importante es el viaje en sí mismo, la aventura y el conocimiento que
se adquieren a lo largo de la esforzada travesía. La patria no es más que el
final de la historia, un anticlímax, un lugar donde irán a reposar finalmente
tus huesos desgastados por tanta vida vivida apasionadamente en el extranjero ─
en el mundo ─.