miércoles, 23 de mayo de 2018

TRÁIGANOS EL MUNDIAL, SEÑOR LOPETEGUI


Cuenta Enric Juliana que en el verano de 1948, en un momento particularmente difícil para la República Italiana, el presidente De Gasperi llamó por teléfono a Gino Bartali y le pidió: “Gino, tráenos el Tour.”
Habían disparado a Palmiro Togliatti, que por su parte había provocado un terremoto en las bases obreras de doble observancia comunista y católica al abandonar a su compañera desde veintitantos años atrás, Rita Montagnana (una institución en la izquierda trasalpina, activa en el movimiento de los consejos y en las ocupaciones de fábricas en los primeros veinte, presente en el grupo fundacional del Partido Comunista italiano, directora del periódico político La Compagna), para unirse sentimentalmente a la joven, bella e inteligente Nilde Jotti, exponente destacado de la “nueva ola” del Partito Nuovo.
La crisis económica e institucional podía derivar en una guerra civil, reactivando la tradición partisana y poniendo en peligro la muy reciente y aún no del todo asimilada svolta de Salerno; ese era el planteamiento de fondo. De Gasperi intuyó que un gran éxito deportivo podía crear un sentimiento nuevo de pertenencia en un país dividido. Y Bartali estaba corriendo el Tour de Francia.
Del efecto balsámico que tuvo su victoria no cabe ninguna duda. Años después se referiría al tema Giulio Andreotti, en una de sus digresiones históricas ante el Parlamento. Tampoco queda fuera de lo habitual el telefonazo del líder político al as deportivo, para decirle algo parecido a: “tu victoria es la de todos nosotros.” Tenemos ejemplos innumerables al respecto.
A Gino Bartali seguro que no le hacían falta tales ánimos. Había ganado el Tour en una ocasión anterior, en 1938. Después, cayó sobre Francia y sobre toda Europa el telón de la guerra, y la serpiente multicolor interrumpió su deambular por las carreteras francesas. Podían haber sido los años de oro de un ciclista en la plenitud de sus fuerzas. En 1948, con 34 años ya y la amenaza de un Fausto Coppi cinco años más joven, el Tour podía suponer para Bartali la última oportunidad de renovar su corona de campeón.
Ganó siete etapas, la clasificación general y el premio de la Montaña. No porque lo necesitara Italia, y menos aún De Gasperi. Por sí mismo, por su palmarés.
Dinosaurios como Mariano Rajoy y jóvenes leones como Albert Rivera y Pedro Sánchez, telefonearán, o tuitearán, al seleccionador de fútbol español con miras a colgarse ellos la posible medalla de una victoria en el Mundial de Rusia, o por lo menos a no quedar fuera del festín: «Tráiganos el Mundial, señor Lopetegui.» Como en el caso de Bartali, el aliento de los políticos será enteramente superfluo, y solo la competitividad del equipo, el acierto y la suerte influirán en la posible conquista de la Copa del Mundo para España.
Pero es poco probable que, incluso en el caso hipotético de una victoria española, esta sirva para hacer desaparecer o para atenuar cuando menos los fortísimos clivajes (excusen el terminacho sociológico) que delimitan los campos políticos en presencia. En 1948 el patriotismo era un sentimiento dudoso, pero ingenuo hasta cierto punto y capaz de saltar sobre barreras y parteaguas establecidos. El patriotismo de hoy día es más dudoso aún, y sirve a sentimientos nacionalistas excluyentes. Sus valedores no tienen ninguna intención de airear en público su origen oscuro y su alcance real, porque ambos son sencillamente inconfesables.