Cuenta Enric
Juliana que en el verano de 1948, en un momento particularmente difícil para la
República Italiana, el presidente De Gasperi llamó por teléfono a Gino Bartali
y le pidió: “Gino, tráenos el Tour.”
Habían disparado a Palmiro
Togliatti, que por su parte había provocado un terremoto en las bases obreras
de doble observancia comunista y católica al abandonar a su compañera desde veintitantos años atrás, Rita Montagnana (una
institución en la izquierda trasalpina, activa en el movimiento de los consejos
y en las ocupaciones de fábricas en los primeros veinte, presente en el grupo
fundacional del Partido Comunista italiano, directora del periódico político La Compagna), para unirse
sentimentalmente a la joven, bella e inteligente Nilde Jotti, exponente
destacado de la “nueva ola” del Partito
Nuovo.
La crisis económica
e institucional podía derivar en una guerra civil, reactivando la tradición
partisana y poniendo en peligro la muy reciente y aún no del todo asimilada svolta de Salerno; ese era el
planteamiento de fondo. De Gasperi intuyó que un gran éxito deportivo podía
crear un sentimiento nuevo de pertenencia en un país dividido. Y Bartali estaba
corriendo el Tour de Francia.
Del efecto
balsámico que tuvo su victoria no cabe ninguna duda. Años después se referiría
al tema Giulio Andreotti, en una de sus digresiones históricas ante el
Parlamento. Tampoco queda fuera de lo habitual el telefonazo del líder político
al as deportivo, para decirle algo parecido a: “tu victoria es la de todos
nosotros.” Tenemos ejemplos innumerables al respecto.
A Gino Bartali
seguro que no le hacían falta tales ánimos. Había ganado el Tour en una ocasión
anterior, en 1938. Después, cayó sobre Francia y sobre toda Europa el telón de
la guerra, y la serpiente multicolor interrumpió su deambular por las
carreteras francesas. Podían haber sido los años de oro de un ciclista en la plenitud
de sus fuerzas. En 1948, con 34 años ya y la amenaza de un Fausto Coppi cinco
años más joven, el Tour podía suponer para Bartali la última oportunidad de
renovar su corona de campeón.
Ganó siete etapas,
la clasificación general y el premio de la Montaña. No porque lo necesitara
Italia, y menos aún De Gasperi. Por sí mismo, por su palmarés.
Dinosaurios como
Mariano Rajoy y jóvenes leones como Albert Rivera y Pedro Sánchez, telefonearán,
o tuitearán, al seleccionador de fútbol español con miras a colgarse ellos la posible
medalla de una victoria en el Mundial de Rusia, o por lo menos a no quedar
fuera del festín: «Tráiganos el Mundial, señor Lopetegui.» Como en el caso de Bartali,
el aliento de los políticos será enteramente superfluo, y solo la competitividad
del equipo, el acierto y la suerte influirán en la posible conquista de la Copa
del Mundo para España.
Pero es poco
probable que, incluso en el caso hipotético de una victoria española, esta
sirva para hacer desaparecer o para atenuar cuando menos los fortísimos
clivajes (excusen el terminacho sociológico) que delimitan los campos políticos
en presencia. En 1948 el patriotismo era un sentimiento dudoso, pero ingenuo
hasta cierto punto y capaz de saltar sobre barreras y parteaguas establecidos.
El patriotismo de hoy día es más dudoso aún, y sirve a sentimientos nacionalistas
excluyentes. Sus valedores no tienen ninguna intención de airear en público su origen
oscuro y su alcance real, porque ambos son sencillamente inconfesables.