lunes, 28 de mayo de 2018

A MODO DE REIVINDICACIÓN DE JULIO VERNE


Habla en una entrevista Antonio Muñoz Molina de dos libros “iniciáticos” que marcaron tempranamente su vocación literaria: Veinte mil leguas de viaje submarino y La isla misteriosa, los dos de Julio Verne y los dos conectados a la figura imponente del Capitán Nemo.
Yo leí muchas veces esos mismos libros a esa misma edad, lo digo sin alarde.
En los cenáculos se tiene a Verne como pionero de la science-fiction, como el hombre que imaginó algunos de los grandes artefactos tecnológicos que un siglo más tarde empezarían a poblar el mundo. La cohetería espacial, el submarino, esas cosas.
En ese terreno la realidad ha dejado muy atrás las ficciones de Verne. En otros campos, seguramente también. Me refiero a las “lecciones de abismo” que aparecen en Viaje al centro de la Tierra, o a la lucha en solitario que emprende Nemo contra la civilización desde los fondos abisales de todos los océanos, después de darse de baja en los estadillos burocráticos en los que se inscriben los ciudadanos de cualquier país moderno. En último término, el rebelde Nemo representa la misma corriente de transgresión y de subversión que llevó a la Alicia de Carroll a pasar del otro lado del espejo; al Achab de Melville a convertirse en adorador primero, y víctima sacrificial después, de la Gran Ballena; al Jim Hawkins de Stevenson a pasarse en la búsqueda del tesoro desde el bando de los caballeros al de los piratas; al inocente Narrador de Proust, a contemplar fascinado, desde la protección de un desmonte y a través de una ventana casualmente abierta, las prácticas sadomasoquistas de la hija del músico Vinteuil y su amiga.
Carroll, Melville, Stevenson, Proust, y junto a ellos otros príncipes de la transgresión como Baudelaire, Poe, Lautréamont, Rimbaud, Céline, fueron artistas por encima de todo; Verne, un grafómano compulsivo dedicado a componer una saga extensa e irregular de “Viajes extraordinarios”.
Vivió muchas penurias en su juventud, y ya de edad avanzada entró en la política y fue elegido concejal en Amiens. Abandonó a su esposa Honorine un día cualquiera, sin explicaciones, para viajar solo. Recibió un tiro en la pierna, también sin explicaciones, por parte de su sobrino Gaston, teóricamente ligado a él por un gran afecto. Tuvo parálisis facial por culpa de sus largas sesiones de trabajo en una obra literaria abrazada como una religión, que le ha convertido en el segundo autor más traducido de la historia, después de Agatha Christie.
Con toda seguridad no fue un vecino agradable para sus contemporáneos. Su trayectoria vital aparece jalonada por profundidades abisales similares a aquellas en las que se mueve el Nautilus de su invención. No me atrevería a ponerle de ejemplo en ningún sentido.
Yo lo leí durante las siestas veraniegas a las que forzaba mi padre a sus cinco hijos, alguno de ellos de un temperamento hiperactivo. Si no dormías, la única alternativa permisible era leer. La Isla misteriosa y las Veinte mil leguas fueron revisitadas por mí tal vez diez o doce veces en cuatro o cinco años, digamos entre los nueve y los catorce. Y es que los libros (Salgari, Christie, las aventuras de Guillermo, las series de Enid Blyton, además por descontado de Verne) siempre se acababan antes que las eternas siestas impuestas, cuya conclusión esperaba yo impaciente para poder dedicarme a la afición más pura que he tenido nunca: dar vueltas y más vueltas en bicicleta por circuitos seguros y autorizados. Aunque también en mis aventuras ciclistas fue posible, a veces, alguna transgresión.