Habla en una
entrevista Antonio Muñoz Molina de dos libros “iniciáticos” que marcaron tempranamente
su vocación literaria: Veinte mil leguas
de viaje submarino y La isla misteriosa,
los dos de Julio Verne y los dos conectados a la figura imponente del
Capitán Nemo.
Yo leí muchas veces
esos mismos libros a esa misma edad, lo digo sin alarde.
En los cenáculos se
tiene a Verne como pionero de la science-fiction,
como el hombre que imaginó algunos de los grandes artefactos tecnológicos que
un siglo más tarde empezarían a poblar el mundo. La cohetería espacial, el submarino,
esas cosas.
En ese terreno la
realidad ha dejado muy atrás las ficciones de Verne. En otros campos,
seguramente también. Me refiero a las “lecciones de abismo” que aparecen en Viaje al centro de la Tierra, o a la
lucha en solitario que emprende Nemo contra la civilización desde los fondos
abisales de todos los océanos, después de darse de baja en los estadillos
burocráticos en los que se inscriben los ciudadanos de cualquier país moderno. En
último término, el rebelde Nemo representa la misma corriente de transgresión
y de subversión que llevó a la Alicia de Carroll a pasar del otro lado del
espejo; al Achab de Melville a convertirse en adorador primero, y víctima
sacrificial después, de la Gran Ballena; al Jim Hawkins de Stevenson a pasarse en
la búsqueda del tesoro desde el bando de los caballeros al de los piratas; al inocente
Narrador de Proust, a contemplar fascinado, desde la protección de un desmonte y a través de una ventana casualmente abierta, las prácticas
sadomasoquistas de la hija del músico Vinteuil y su amiga.
Carroll, Melville,
Stevenson, Proust, y junto a ellos otros príncipes de la transgresión como
Baudelaire, Poe, Lautréamont, Rimbaud, Céline, fueron artistas por encima de
todo; Verne, un grafómano compulsivo dedicado a componer una saga extensa e
irregular de “Viajes extraordinarios”.
Vivió muchas
penurias en su juventud, y ya de edad avanzada entró en la política y fue
elegido concejal en Amiens. Abandonó a su esposa Honorine un día cualquiera, sin
explicaciones, para viajar solo. Recibió un tiro en la pierna, también sin
explicaciones, por parte de su sobrino Gaston, teóricamente ligado a él por un
gran afecto. Tuvo parálisis facial por culpa de sus largas sesiones de trabajo
en una obra literaria abrazada como una religión, que le ha convertido en el
segundo autor más traducido de la historia, después de Agatha Christie.
Con toda seguridad
no fue un vecino agradable para sus contemporáneos. Su trayectoria vital
aparece jalonada por profundidades abisales similares a aquellas en las que se
mueve el Nautilus de su invención. No
me atrevería a ponerle de ejemplo en ningún sentido.
Yo lo leí durante las
siestas veraniegas a las que forzaba mi padre a sus cinco hijos, alguno de
ellos de un temperamento hiperactivo. Si no dormías, la única alternativa
permisible era leer. La Isla misteriosa y
las Veinte mil leguas fueron
revisitadas por mí tal vez diez o doce veces en cuatro o cinco años, digamos
entre los nueve y los catorce. Y es que los libros (Salgari, Christie, las
aventuras de Guillermo, las series de Enid Blyton, además por descontado de
Verne) siempre se acababan antes que las eternas siestas impuestas, cuya conclusión
esperaba yo impaciente para poder dedicarme a la afición más pura que he tenido
nunca: dar vueltas y más vueltas en bicicleta por circuitos seguros y autorizados.
Aunque también en mis aventuras ciclistas fue posible, a veces, alguna
transgresión.