lunes, 21 de mayo de 2018

QUE TODO LO VISIBLE ES TRISTE LLORO


No me apetece rasgarme las vestiduras por el chalé que Pablo e Irene han comprado en la sierra madrileña. Tampoco voy a participar en la encuesta promovida por “Público” sobre si deben o no dimitir de sus respectivos cargos políticos. Son asuntos que me pillan muy a trasmano. Si algún día, por la extensión que puede llegar a adquirir esta moda de consultar con la militancia los asuntos cotidianos de la intendencia particular, los mismos Pablo e Irene, o los sucesores millenials que les reemplacen en la escena política, someten a votación popular la decisión de adquirir un horno microondas para su cocina, con gusto marcaré la casilla del Sí, porque llevo años convencido de que el microondas, y no el perro, es de largo el mejor amigo del hombre (léase, del varón) en la actual coyuntura tecnológica.
Pero el asunto del microondas sería la excepción. La regla establecida para mi coleto es la de abstenerme de opinar en todo lo que se refiere a la “visibilidad” particular de nuestros y nuestras líderes consolidados/as. Mi posición al respecto vendría a coincidir, palmo más palmo menos, con la de Fray Luis de León cuando dejó escrito (admirablemente escrito, por cierto) «que todo lo visible es triste lloro.»
Fray Luis tenía de qué quejarse. Su propia visibilidad como catedrático en Salamanca le acarreó una lluvia de críticas solapadas primero, a grandes voces y en coro después, que determinaron a la Santa Inquisición ─institución no tan moderna y neoliberal como quieren hacernos creer algunos─ a imputarlo como judaizante. Pasó casi cuatro años en prisión, pudo volver a su cátedra en Salamanca, y reanudó sus lecciones en el punto en que las había dejado, con un «Decíamos ayer…» como único comentario a su prolongada ausencia.
Hoy se promueve y se exalta la visibilidad de los líderes, y las bases tienden a vivir por procuración sus mínimas decisiones sobre asuntos rutinarios, muy en particular cuando esas decisiones afectan a la “imagen”.
No diré que esa circunstancia sea buena o mala en sí misma. Puestos a comparar, es mucho más llevadero lo que les está pasando a Irene y Pablo que lo que le ocurrió al bueno de Fray Luis. La gran diferencia entre los dos casos es que el poeta agustino buscaba la elevación serena del alma sobre la muchedumbre («el oro desconoce / que el vulgo vil adora»), en tanto que Pablo e Irene / Irene y Pablo, más prosaicos y sensibles al juicio del “vulgo vil”, someten su ética y su estética política, que es como decir su alma, a votación decisoria de las bases.
 
Nota.- Los versos de Fray Luis citados arriba forman parte de su Oda III, “A Francisco Salinas”, y el lector puede con un par de clics buscarla en Google y leerla sin grave perjuicio de tiempo (es corta) y tal vez con algún placer y provecho.