No me apetece
rasgarme las vestiduras por el chalé que Pablo e Irene han comprado en la
sierra madrileña. Tampoco voy a participar en la encuesta promovida por “Público”
sobre si deben o no dimitir de sus respectivos cargos políticos. Son asuntos
que me pillan muy a trasmano. Si algún día, por la extensión que puede llegar a
adquirir esta moda de consultar con la militancia los asuntos cotidianos de la
intendencia particular, los mismos Pablo e Irene, o los sucesores millenials
que les reemplacen en la escena política, someten a votación popular la decisión
de adquirir un horno microondas para su cocina, con gusto marcaré la casilla
del Sí, porque llevo años convencido de que el microondas, y no el perro, es de
largo el mejor amigo del hombre (léase, del varón) en la actual coyuntura
tecnológica.
Pero el asunto del microondas
sería la excepción. La regla establecida para mi coleto es la de abstenerme de
opinar en todo lo que se refiere a la “visibilidad” particular de nuestros y
nuestras líderes consolidados/as. Mi posición al respecto vendría a coincidir,
palmo más palmo menos, con la de Fray Luis de León cuando dejó escrito
(admirablemente escrito, por cierto) «que todo lo visible es triste lloro.»
Fray Luis tenía de
qué quejarse. Su propia visibilidad como catedrático en Salamanca le acarreó
una lluvia de críticas solapadas primero, a grandes voces y en coro después,
que determinaron a la Santa Inquisición ─institución no tan moderna y
neoliberal como quieren hacernos creer algunos─ a imputarlo como judaizante. Pasó
casi cuatro años en prisión, pudo volver a su cátedra en Salamanca, y reanudó
sus lecciones en el punto en que las había dejado, con un «Decíamos ayer…» como
único comentario a su prolongada ausencia.
Hoy se promueve y
se exalta la visibilidad de los líderes, y las bases tienden a vivir por procuración
sus mínimas decisiones sobre asuntos rutinarios, muy en particular cuando esas
decisiones afectan a la “imagen”.
No diré que esa
circunstancia sea buena o mala en sí misma. Puestos a comparar, es mucho más
llevadero lo que les está pasando a Irene y Pablo que lo que le ocurrió al
bueno de Fray Luis. La gran diferencia entre los dos casos es que el poeta
agustino buscaba la elevación serena del alma sobre la muchedumbre («el oro
desconoce / que el vulgo vil adora»), en tanto que Pablo e Irene / Irene y
Pablo, más prosaicos y sensibles al juicio del “vulgo vil”, someten su ética y
su estética política, que es como decir su alma, a votación decisoria de las
bases.
Nota.- Los versos de Fray Luis citados arriba forman parte
de su Oda III, “A Francisco Salinas”, y el lector puede con un par de clics buscarla
en Google y leerla sin grave perjuicio de tiempo (es corta) y tal vez con algún
placer y provecho.