sábado, 5 de mayo de 2018

BICENTENARIO


Se cumplen hoy los doscientos años del nacimiento de Karl Marx en Tréveris. Carmen y yo lo hemos celebrado modestamente bajando al Born CCM (Centre de Cultura i Memòria), donde pasaban en sesión matinal “El joven Marx”, película de Raoul Peck presentada al alimón por Laura Rozalén y Andreu Mayayo, que se han declarado “marxistas” sin parpadear. (Es sabido que el propio Marx, acosado por tertulianos impertinentes, declaró en una ocasión que él no era marxista; ojo al dato.) Como hemos coincidido en el lugar y hora de la celebración varios buenos amigos que no nos vemos precisamente todos los días, hemos derivado conjuntamente, en una transición suave y sin rupturas, del acto cultural al acto gastronómico en un restaurante próximo. El propio Karl, viejo amigo desde prácticamente toda la vida, habría aprobado sin vacilaciones la ortodoxia de la celebración, en lo que ha tenido de desplazamiento desde la superestructura ideológica hacia la infraestructura material. Y nos habría acompañado con gusto, seguro, a pesar de que hemos consumido cervezas en lugar de su querido vino nuevo del Rin, el Neue Rheinische Wein que fue su compañero inseparable en las primeras batallas dialécticas. Por ejemplo, cuando se aplicó a dar la vuelta al viejo maestro Hegel, al que tal vez los suaves caldos pajizos del Rin y del Mosela habían inducido a colocarse cabeza abajo, y lo asentó sólidamente sobre los pies, para alivio de los circunstantes un tanto abochornados.
Raoul Peck se toma algunas libertades en su película con los datos biográficos estrictos, pero lo importante es que acierta a dar el clima de aquellos años fervorosos, cuando empezaban a bullir por todas partes las manufacturas, las nuevas clases obreras migraban del campo a las ciudades y de Irlanda a Manchester, y los patronos irascibles vociferaban a sus empleados: “¿Relaciones de producción? ¿Qué galimatías es ese?”
En sintonía con la conducta libérrima de Raoul Peck, quiero recordar aquí la historia estricta del nacimiento de la última frase del Manifiesto del Partido Comunista, un lema que conoció alguna boga durante cierto tiempo y luego ha ido quedando olvidado hasta el punto de que hoy, si la pregunta saliera en uno de esos concursos televisivos tan al uso, nadie o casi nadie sabría dar la respuesta correcta.
Marx dijo siempre que la frase se debía a Engels; en sus memorias, este le contradijo con la afirmación de que todo había sido idea de Marx. Yo, que asistí desde la Contigüidad del Cosmos a aquella velada final, extenuante, en la que las cuartillas enmendadas y llenas de tachaduras y borrones de tinta reposaron por fin encima de la mesa iluminada por un par de velones, estoy en condiciones de revelar la forma exacta en que transcurrieron las cosas. Los dos amigos buscaban una buena frase para terminar el documento, algo muy necesario porque este quedaba cojo, según Karl. “Ya pensaremos algo mejor otro día, dijo Friedrich, tienes que tener en cuenta que es solo un papel coyuntural, para salir del paso. Haremos algo más decente cuando esto vaya cogiendo un poco de aire.” “Vas a ver ahora mismo lo que es bueno, mamón”, le respondió Karl, siempre cariñoso (le llamaban el Moro; igual podrían haberle puesto de mote, el Dragón que saca fuego por las muelas). “Ponme un poco más de vino, estoy seco”, pidió a continuación el Moro. “Luego te pasas la noche en vela”, le riñó Jenny. “Me paso la noche en vela porque estoy meditando sobre la caída tendencial de la tasa de beneficio”, se defendió Karl con un punto de pedantería. “Vaya estupidez”, ironizó Jenny. “Tú te callas”, replicó Karl. Engels, para poner fin a la trifulca que amenazaba agriarse, sirvió el vino requerido. El Moro lo bebió de un trago, inspiró, empezó: “Proletarios…”, y se quedó en blanco. El General (Engels) le imitó vaciando de un golpe generoso su propia copa, entrecerró los ojos y recitó: “Proletarios de todos los países, a la lucha.” “Nada de lucha”, terció Jenny. “¡Poned algo más elevado, más significativo, una convocatoria en positivo, realmente universal!”
“¡Uníos!”, gritó entonces Karl. “¡¡Uníos!!”, proclamó Friedrich, y se subió encima de la mesa. “¡¡¡Uníos!!!” coreó Jenny a los dos. Y los amigos se precipitaron a escribir el colofón en la última cuartilla.
“Buena frase”, comentó luego Karl en tono apreciativo. “Con esto creo que resolvemos la papeleta, por lo menos de momento.”