En una situación de
empantanamiento político en Cataluña para la que no se avizora ninguna solución
viable a corto plazo, Joan Coscubiela ha propuesto el recurso a métodos
minimalistas de praxis política. “Microsoluciones”, las llama él. Las
microsoluciones no son accesibles de inmediato, sin embargo, porque están
condicionadas a la concreción de algunas premisas. A saber: a) la constitución
de un gobierno para la autonomía, el que sea, porque sin gobierno no es posible
gobernar; b) la retirada de la intervención directa del Estado mediante
aplicación del artículo 155 de la Constitución, porque no es posible tomar
decisiones si las decisiones las toman otros por nosotros; y c) la puesta en
libertad preventiva de los políticos actualmente en prisión preventiva, porque
no es posible entablar diálogo si no se tiene con quién.
Al parecer, hoy
habrá investidura, de manera que la primera de las premisas requeridas por
Coscubiela entrará en funcionamiento. Es un paso adelante; si se quiere, y
visto que el perfil del candidato “plan D” no da para mucho más, un “micropaso”.
Está por ver, sin embargo, si la medida contribuirá a serenar los ánimos de
todas las partes contratantes, o por el contrario alimentará la exasperación de
las posturas.
No lo digo a humo
de pajas. Una de las características singulares del conflicto actual en
Cataluña, precisamente la que lo configura como paradigmáticamente “moderno”,
es el dislocamiento del orden político esperable a partir de la estratificación
social existente, en favor de una transversalidad enloquecida y profundamente
anormal (o subnormal, cuestión no excluible en principio).
Me explico mejor. En
el último de los sustanciosos artículos sobre el “procés” que el periodista Guillem
Martínez viene publicando en CTXT, señala que, en buena parte, ese 48% invariable
de voto independentista catalán corresponde a personas que no desean en
realidad la independencia, sino hacer constar del modo más ruidoso posible su
malestar con la forma en que están siendo gobernadas, así por tirios como por
troyanos. En el otro lado del espectro, los votos de Ciudadanos se nutren de
gentes que, en contra lo que predica la dirección del partido, están a favor de
una profundización de la autonomía y, al menos en un sector de opinión
significativo, a favor de la puesta en práctica de fórmulas federales dentro
del Estado español.
Ignoro cuáles son los
datos de Martínez para señalar estas líneas de tendencia, pero me consta que suele
manejar fuentes fiables. Su conclusión se resume en esta reflexión: «Esta
sociedad [se refiere a la
catalana] podría llegar a algún acuerdo, al menos consigo misma, si la existencia
del grueso de partidos, en esta crisis democrática, social y económica, no
dependiera de que no lo haya.»
Subrayo la conclusión ofrecida: el obstáculo principal para un gran acuerdo de pacificación en Cataluña es que el grueso de los partidos en presencia no lo desea, por razones de propia supervivencia. Lo que se aplica sin duda tanto al vicario en la tierra de Grouchemont como a la intrépida Arrimadas. Átenme esa mosca por el rabo.
Llegar a un acuerdo siquiera sea sobre los desacuerdos,
era precisamente una de las microsoluciones avanzadas por Coscubiela en su libro
sobre la Cataluña de hoy. Podría ser una forma de empezar a desenredar pacientemente la madeja,
de asentar pacíficamente las expectativas del electorado en un cuadro
institucional más racional, de buscar alguna salida viable en el impás ─ el cul de sac, lo llamaría Polanski ─ en el
que estamos metidos.