(Viaje a Eslovenia)
Figura de dragón en el puente del Liublianica, en Liubliana. Al fondo a la izquierda, la silueta del castillo. (Foto: Carmen Martorell)
De la
información a la propaganda
El cielo apareció
nublado el último día en Eslovenia y, cuando cruzamos después de comer la
frontera de Croacia, tomó un color plomizo. Bárbara, nuestra guía, nos hizo un
pronóstico del tiempo para el día siguiente: «Puede que llueve, puede que no.
Esto pasa. También en Eslovenia hay mal tiempo ahora mismo.»
Debimos haber hecho
sonar la banda de música y ponerle una medalla en ese momento. Era la primera
vez que había algo malo de lo que no tenían la culpa los croatas y/o sus amigos
inseparables, los rumanos y los albaneses “con pasaporte croata”.
Bárbara nos fue
dando a lo largo de los días una información políticamente dirigida, y caía con frecuencia en una
propaganda sin matices en favor de la eslovenidad sin tacha y sin reproche. Lo
toleramos sin problema, y si exageraba demasiado la abucheábamos cariñosamente.
Ella insistía: «No, es verdad, es como digo, nosotros nos llevaríamos bien con
los croatas, pero ellos no nos quieren.»
Tuvimos el reverso
de la medalla con la guía croata que nos enseñó la ciudad alta de Zagreb.
Algunas informaciones suyas nos dejaron estupefactos. Luego me referiré a esa
cuestión.
Los lagos
de Plitvice
En Karlovac y más
al sur vimos las huellas de la guerra pasada: campos sin cultivar, bosques abandonados,
casas con los postigos cerrados o con impactos de bala, y otras literalmente
despanzurradas. Ruina y vacío demográfico en toda la región interior que separa
a las dos locomotoras de la economía croata: Zagreb, la capital, y la costa
dálmata.
Plitvice era la
excepción, en este sentido. Es un lugar del patrimonio mundial, justamente
famoso. En el ingreso al parque había largas colas en las taquillas, en la cafetería, en
los aseos. Muchas, muchísimas caras asiáticas. Unas muchachas nos preguntaron
de dónde éramos. Dijimos “Catalunya”, y no entendieron. “Barcelona”, y tampoco.
“Spain”, y algo así como una reminiscencia asomó a sus caras redondas. “¿Y
vosotras?” “Shanghai” fue la respuesta acompañada con una sonrisa radiante.
Cayó un fuerte aguacero
cuando estábamos justo delante de la gran cascada. El grupo se deshizo. “¡Mucho
cuidado!”, reclamaba la guía, porque los infames croatas no han puesto
barandillas en las pasarelas de madera que salvan las formaciones de
travertino, los saltos de agua y la vegetación frondosa que brota entre los
lagos de color turquesa situados a distintos niveles.
Seguimos nuestro
camino imperturbables y con los ojos bien abiertos: aunque se moje, Comisiones
no se encoge. En el embarcadero, la cola era kilométrica. En fila, contemplamos
con paciencia el ir y venir de las barcas lanzadera, hasta que nos llegó el
turno y cruzamos el lago hasta unas instalaciones próximas a otra entrada al
recinto. Allí estaba previsto tomar un trenecito para volver al punto de
partida, pero era ya muy tarde y las guías optaron por telefonear a los
autobuses para que se acercaran a recogernos. Para entonces ya no llovía, pero muchos
no teníamos un centímetro seco de ropa a pesar de nuestros impermeables y chubasqueros.
Reconstrucciones
Zagreb tiene
empaque de gran ciudad: más de un millón de habitantes en el área
metropolitana, algo más de la cuarta parte de la población del país. La guía croata nos
condujo por las dos colinas vecinas de Kaptol y Gradec, el asentamiento histórico
primitivo. Al pie de ambas se sitúa el gran espacio urbano de la plaza del Ban
Josip Jelacic, y a partir de ahí se despliega la ciudad moderna, con amplias plazas
y grandes edificios públicos: la Ópera, la Bolsa, la Universidad, el Teatro
Nacional, etc.
Lo más sustancial
del núcleo antiguo hubo de ser reconstruido después del gran terremoto de 1880.
La catedral, por ejemplo, levantada de nuevo en estilo neogótico. O la iglesia
de San Marcos, que ocupa el centro de la plaza del mismo nombre, que agrupa a
su alrededor el Parlamento, la sede del gobierno, el Ayuntamiento antiguo y el
Museo Histórico.
No solo los edificios;
también ha sido preciso “reconstruir” la historia, después de las feroces
guerras identitarias de los años noventa. Frente al altar mayor de la catedral
está de cuerpo presente en una urna de cristal, recubierta de oro y con la mitra y el báculo de su
ministerio, la momia del obispo Aloysius Stepinac, uno de los primeros
apóstoles de la “limpieza étnica” que llegaría a su apogeo decenios después de
su muerte en 1960. Los partisanos de Tito juzgaron y condenaron a prisión al
obispo por su colaboración y apoyo al régimen pro nazi de Ante Pavelic, que
había dirigido el país en las últimas fases de la guerra. Pío XII reaccionó
nombrándolo cardenal. Juan Pablo II lo beatificó en 1998, después de las
guerras balcánicas, y le dio tratamiento de “mártir”. El Vaticano fue el primer
Estado en reconocer la independencia de Croacia, proclamada mientras las
Naciones Unidas hacían esfuerzos por preservar el carácter multiétnico y
plurirreligioso de una Yugoslavia en trance de derrumbe. En la inscripción que
figura en el exterior de la catedral, Stepinac es descrito como un “defensor de
los derechos humanos”. No derechos humanos universales, sin embargo, sino
restringidos a una facción y negados al resto de grupos étnicos y religiosos.
La Iglesia, cuando políticamente le interesa, desconoce los pilares fundamentales
de la religión que predica, el precepto «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
por ejemplo, y se comporta con la fachenda del fariseo que agradecía en el
templo no ser como el publicano arrodillado a poca distancia.
En la iglesia de
San Marcos la “reconstrucción” viró de la tragedia a la farsa. Como el trabajo
del arquitecto encargado de la misma, el alemán Hermann Bollé, no pareció suficientemente
“nacional”, se dibujaron en el tejado, en los colores blanco, rojo y azul de la
bandera croata, los escudos del reino de Croacia, Dalmacia y Eslavonia, y de
la ciudad de Zagreb. Una toma de posesión arbitraria de un patrimonio religioso
que solo tiene sentido si es universal, no exclusivista ni supremacista.
A contra
corriente
Domènec Martínez,
compañero de viaje que no necesita presentación ni en el sindicato ni en la
izquierda catalana, me pasó fotocopia de un artículo suyo sobre Yugoslavia publicado
en Treball en mayo de 1999.
Habla de otra “reconstrucción” o reescritura de la historia, la relacionada con
el campo de exterminio nazi de Jasenovac, donde los ustachas de Pavelic llevaron
a cabo atrocidades bendecidas por monseñor Stepinac. El campo, todas sus
instalaciones y el mismo nombre de la población han desaparecido del mapa de la
nueva Croacia, urgida a recomponer su autoestima nacional borrando la memoria histórica
y los testimonios materiales de actuaciones pasadas impropias de un mundo
civilizado.
El artículo se
titula A contracorrent, y contiene íntegro
el ADN del PSUC que fue: su apertura al exterior, su carácter inclusivo y no
excluyente, su firmeza ética. Reclama la articulación inmediata de una
solidaridad activa con Bosnia y Kosovo, con Montenegro y Macedonia, a través
del hermanamiento de poblaciones catalanas con otras balcánicas para aportar la
ayuda necesaria y contribuir a crear una red multicultural de ciudades por la
paz y la democracia, que intercambie personas, conocimientos, información y
cultura. No quedan excluidas de la propuesta Serbia, Croacia ni Eslovenia,
porque Domènec no encuentra naciones culpables ni inocentes en aquel fracaso
colectivo, aunque sí reclama el derrocamiento de Milosevic y de Tudjman, los
dos presidentes que azuzaron el exterminio. Y llama la atención sobre
iniciativas como la del grupo Mujeres de Negro, de Belgrado, y la posibilidad
de extender, a través de manifestaciones parecidas, círculos amplios de
personas comprometidas en favor de la paz y los derechos de todos.
Comentamos su
artículo una tarde soleada, en una terraza junto al río de Liubliana, cerca de
una chocolatería y de una tienda de antigüedades. «Fuimos ingenuos», dijo él.
«Lo seguimos siendo», repliqué yo.
Porque la
ingenuidad es un valor positivo. No valen de nada los resabios, solo empujar a
contra corriente, sin doblez ni reserva, con el objetivo de mitigar en lo posible
el dolor, la injusticia y la desigualdad presentes en el mundo de hoy.
Y este es el
mensaje final de un viaje memorable por tantas cosas.