viernes, 28 de septiembre de 2018

LO QUE HE APRENDIDO SOBRE LOS CABALLOS


(Viaje a Eslovenia)

                    Un caso de amor a primera vista. (Foto: Cecília Guillamon)
Recibí mucho más de lo que esperaba de la visita al antiguo establecimiento imperial dedicado, en Lipica, a la cría de caballos para la Escuela española de equitación de Viena. No siento un interés especial por los caballos; me sedujeron los saberes pormenorizados y la pasión por su trabajo del hombre que nos habló de ellos.
El hombre que amaba a los caballos
Se llama Boris. El apellido constaba en su tarjeta de identificación, pero no lo registré. Tenía asignados cincuenta minutos como guía de nuestro grupo; los consumió hablando muy deprisa y casi sin parar en un castellano dubitativo, con mucha mezcla de italiano, y llevándonos de un lado a otro de las instalaciones, para que lo viéramos todo, a un ritmo muy superior al que estábamos acostumbrados. No estoy en condiciones de reproducir con exactitud sus palabras; en lo que sigue habrá inevitablemente fallos de interpretación.
La raza y la selección genética
Los lipizzanos o lipizaners no son en la actualidad una raza equina particular, sino el resultado muy sofisticado de una evolución compleja guiada por procesos de selección genética. El mismo misterio de la capa del pelaje, oscura al nacer y que se aclara progresivamente pasados unos años, es una cuestión que depende del laboratorio, y no de la naturaleza. Si los caballos son blancos es porque así los quería el emperador Francisco José, influido seguramente por los gustos de Napoleón. Los potrillos lipizzanos exhibían originalmente pelajes de colores distintos, hasta que el apareamiento y la inseminación dirigidos fueron imponiendo de forma mayoritaria muy amplia ese “blanco de fondo oscuro”. Nacen aún caballos de otros colores, pero son pocos y se destinan a clientes distintos de la Escuela vienesa de Doma.
Hubo un momento en la historia de los lipizzanos en los que una epidemia dejó al criadero sin sementales. Fue hacia 1880, creo recordar, aunque solo puedo fiarme en esto de mi memoria. Se compró entonces en Andalucía un semental de raza árabe, de nombre Vikir, y él solo relanzó la producción. Un buen semental puede atender a unas treinta yeguas de forma habitual. Otra cosa distinta es que los potrillos nazcan con la docilidad, la agilidad, la inteligencia y la empatía necesarias para afrontar el proceso larguísimo y exigente de la doma.
Los lipizzanos son dóciles y longevos; eso tienen a su favor, pero solo animales de condiciones excepcionales resultan aptos para un aprendizaje acabado. Esa exigencia es la razón de que Lipica sea un laboratorio, y no una fábrica de caballos al por mayor. Empieza el adiestramiento a los tres años cumplidos, y concluye cerca de los treinta. Se necesita mucha empatía entre el animal y su adiestrador; en caso contrario, se hace imposible un aprendizaje que consiste en interminables repeticiones de las mismas órdenes y los mismos movimientos hasta conseguir la perfección sin falla de un automatismo.
Un tribunal de expertos valora año tras año los resultados de la crianza. El destino de las yeguas es, en este sentido, privilegiado respecto de la indignidad a la que son sometidos los machos que quedan por debajo de las altas exigencias de la procreación. Ellas socializan felices, en grandes manadas que corren libres por los pastos; ellos son castrados antes de destinarlos a otros usos, porque, siguiendo la tendencia perversa común a muchas otras especies zoológicas, de no hacérseles imposible el acceso a las hembras, se enzarzarían en peleas continuas de machos en celo.
Los pocos ejemplares de padres que llegan intactos al final de su capacidad reproductiva, hacia los veintiocho años, se convierten en monumentos reconocidos en los establos de la institución. Disfrutan de todas las atenciones y mimos de sus cuidadores y contemplan, desde el pináculo de su vejez dorada, el paso de las sucesivas generaciones que ellos han contribuido activamente a poblar.
Historia social del caballo
El caballo de la prehistoria era un animal tímido y desconfiado. Presa favorita de los carnívoros depredadores, los grandes felinos y los cánidos, solo contaba con la rapidez de su galope y la protección relativa de la manada para esquivar asaltos sangrientos. La especie pudo evitar la extinción gracias a su larga asociación con el hombre, que la protegió de lobos y de leones. Animal agradecido si los hay, el caballo procuró por todos los medios hacerse útil al benefactor providencial que garantizaba su supervivencia.
La paradoja de esa gran amistad, que aún persiste, es que el hombre convirtió a aquel animal asustadizo y permanentemente fugitivo en una máquina bélica sofisticada.
La evolución genética del caballo de raza ha seguido paso a paso la de las tácticas de la guerra terrestre. La caballería pesada de la Edad Media precisaba de animales poderosos y resistentes, capaces de sostener sobre su grupa el peso de hombres revestidos de acero, y de galopar agrupados en una línea de carga que arrollaba todo lo que se oponía a su paso.
La artillería acabó con la leyenda del corcel de batalla. En las guerras napoleónicas la caballería ligera estaba destinada a otro tipo de misiones ─ reconocimiento, hostigamiento, persecución de los fugitivos ─ que requerían una montura mucho más ágil, capaz de saltar obstáculos de cierta altura, moverse en terrenos quebrados y cambiar rápidamente de dirección según las necesidades. En la guía, la presión con las rodillas y el estímulo de la espuela perdieron importancia; el caballo se hizo más esbelto y longilíneo, y aprendió con tesón nuevos trucos a partir de las señales de la rienda larga y de la fusta.
Paralelamente los ricos empezaron a comprar caballos de capricho, para el paseo en carricoche, para la caza, para el hipódromo. El mercado equino se diversificó y se sofisticó. La doma, como disciplina rigurosa para una élite de animales superdotados, recibió una nueva atención de los expertos. La doma representa el ápice de la evolución histórica del caballo. Hoy los concursos de doma han entrado en el programa oficial de los juegos olímpicos. Es el no va más, también en el sentido de que seguramente no hay nada más allá.