(Viaje a Eslovenia)
Un caso de amor a primera vista. (Foto: Cecília Guillamon)
Recibí mucho más de
lo que esperaba de la visita al antiguo establecimiento imperial dedicado, en Lipica,
a la cría de caballos para la Escuela española de equitación de Viena. No
siento un interés especial por los caballos; me sedujeron los saberes
pormenorizados y la pasión por su trabajo del hombre que nos habló de ellos.
El hombre
que amaba a los caballos
Se llama Boris. El
apellido constaba en su tarjeta de identificación, pero no lo registré. Tenía asignados
cincuenta minutos como guía de nuestro grupo; los consumió hablando muy deprisa
y casi sin parar en un castellano dubitativo, con mucha mezcla de italiano, y
llevándonos de un lado a otro de las instalaciones, para que lo viéramos todo,
a un ritmo muy superior al que estábamos acostumbrados. No estoy en condiciones
de reproducir con exactitud sus palabras; en lo que sigue habrá inevitablemente
fallos de interpretación.
La raza y
la selección genética
Los lipizzanos o lipizaners no son en la actualidad una
raza equina particular, sino el resultado muy sofisticado de una evolución
compleja guiada por procesos de selección genética. El mismo misterio de la
capa del pelaje, oscura al nacer y que se aclara progresivamente pasados unos
años, es una cuestión que depende del laboratorio, y no de la naturaleza. Si
los caballos son blancos es porque así los quería el emperador Francisco José, influido
seguramente por los gustos de Napoleón. Los potrillos lipizzanos exhibían originalmente
pelajes de colores distintos, hasta que el apareamiento y la inseminación dirigidos
fueron imponiendo de forma mayoritaria muy amplia ese “blanco de fondo oscuro”.
Nacen aún caballos de otros colores, pero son pocos y se destinan a clientes
distintos de la Escuela vienesa de Doma.
Hubo un momento en
la historia de los lipizzanos en los que una epidemia dejó al criadero sin
sementales. Fue hacia 1880, creo recordar, aunque solo puedo fiarme en esto de
mi memoria. Se compró entonces en Andalucía un semental de raza árabe, de
nombre Vikir, y él solo relanzó la producción. Un buen semental puede atender a
unas treinta yeguas de forma habitual. Otra cosa distinta es que los potrillos nazcan
con la docilidad, la agilidad, la inteligencia y la empatía necesarias para
afrontar el proceso larguísimo y exigente de la doma.
Los lipizzanos son
dóciles y longevos; eso tienen a su favor, pero solo animales de condiciones excepcionales
resultan aptos para un aprendizaje acabado. Esa exigencia es la razón de que
Lipica sea un laboratorio, y no una fábrica de caballos al por mayor. Empieza
el adiestramiento a los tres años cumplidos, y concluye cerca de los treinta. Se
necesita mucha empatía entre el animal y su adiestrador; en caso contrario, se
hace imposible un aprendizaje que consiste en interminables repeticiones de las
mismas órdenes y los mismos movimientos hasta conseguir la perfección sin falla
de un automatismo.
Un tribunal de
expertos valora año tras año los resultados de la crianza. El destino de las
yeguas es, en este sentido, privilegiado respecto de la indignidad a la que son
sometidos los machos que quedan por debajo de las altas exigencias de la
procreación. Ellas socializan felices, en grandes manadas que corren
libres por los pastos; ellos son castrados antes de destinarlos a otros usos,
porque, siguiendo la tendencia perversa común a muchas otras especies
zoológicas, de no hacérseles imposible el acceso a las hembras, se enzarzarían
en peleas continuas de machos en celo.
Los pocos ejemplares
de padres que llegan intactos al final de su capacidad reproductiva, hacia los
veintiocho años, se convierten en monumentos reconocidos en los establos de la
institución. Disfrutan de todas las atenciones y mimos de sus cuidadores y contemplan,
desde el pináculo de su vejez dorada, el paso de las sucesivas generaciones que
ellos han contribuido activamente a poblar.
Historia
social del caballo
El caballo de la
prehistoria era un animal tímido y desconfiado. Presa favorita de los carnívoros
depredadores, los grandes felinos y los cánidos, solo contaba con la rapidez de
su galope y la protección relativa de la manada para esquivar asaltos sangrientos. La especie
pudo evitar la extinción gracias a su larga asociación con el hombre, que la
protegió de lobos y de leones. Animal agradecido si los hay, el caballo procuró
por todos los medios hacerse útil al benefactor providencial que garantizaba su
supervivencia.
La paradoja de esa
gran amistad, que aún persiste, es que el hombre convirtió a aquel animal asustadizo
y permanentemente fugitivo en una máquina bélica sofisticada.
La evolución
genética del caballo de raza ha seguido paso a paso la de las tácticas de la guerra terrestre. La
caballería pesada de la Edad Media precisaba de animales poderosos y
resistentes, capaces de sostener sobre su grupa el peso de hombres revestidos de acero, y
de galopar agrupados en una línea de carga que arrollaba todo lo que se oponía a
su paso.
La artillería acabó
con la leyenda del corcel de batalla. En las guerras napoleónicas la caballería
ligera estaba destinada a otro tipo de misiones ─ reconocimiento,
hostigamiento, persecución de los fugitivos ─ que requerían una montura mucho
más ágil, capaz de saltar obstáculos de cierta altura, moverse en terrenos
quebrados y cambiar rápidamente de dirección según las necesidades. En la guía, la presión con las rodillas y el
estímulo de la espuela perdieron importancia; el caballo se hizo más esbelto
y longilíneo, y aprendió con tesón nuevos trucos a partir de las señales de la
rienda larga y de la fusta.
Paralelamente los
ricos empezaron a comprar caballos de capricho, para el paseo en carricoche,
para la caza, para el hipódromo. El mercado equino se diversificó y se
sofisticó. La doma, como disciplina rigurosa para una élite de animales superdotados,
recibió una nueva atención de los expertos. La doma representa el ápice de la
evolución histórica del caballo. Hoy los concursos de doma han entrado en el
programa oficial de los juegos olímpicos. Es el no va más, también en el
sentido de que seguramente no hay nada más allá.