Lula da Silva no se
podrá presentar a las elecciones presidenciales de Brasil: así lo ha decidido
el Tribunal Supremo Federal después de una larga peripecia en la que un juez,
Sérgio Moro, inventó en un alarde de jurisprudencia creativa primero el delito, y luego la pena correspondiente. Una constructora había regalado a Lula un tríplex
en Lava Jato, un enclave playero de moda; Lula nunca aceptó el regalo, y nunca
ocupó el apartamento regalado. ¿Dónde estaba entonces el delito? Según la “convicción
personal” expresada por el juez Moro, estaba en el fuero íntimo del veterano dirigente
obrero, que si no llegó a aceptar oficialmente el regalo, ya había “adulterado
en su corazón”, según máxima de los evangelios adaptable infinitamente en
función de las circunstancias, de modo que sirve tanto para un barrido como
para un fregado.
La
innovación de Moro siguió adelante a través de varios tribunales superiores, que sucesivamente
respaldaron al juez y validaron la condena del sindicalista. Ahora el Tribunal
Supremo Federal da el definitivo visto bueno a la tropelía.
Lo llaman Lawfare, guerra jurídica. Consiste en
que las normas se aplican de forma diferente en función de las circunstancias que
acompañan a las personas. Aquí sabemos también de eso: el juez Llarena inventó
un delito de “rebelión”, sin violencia perceptible pero que él definió como de una
violencia inmensa “de nuevo tipo”, para el tingladillo del llamado referéndum
catalán. La novedad jurídica ha chocado con los usos europeos y no parece haber
superado la fase experimental, pero se encontrará un sucedáneo adecuado para
seguir adelante con el propósito inicial, que es el de hacer política desde los
estrados.
Es lo que ha sucedido
en Argentina con Cristina Fernández de Kirchner, a la que se acusó de traición
a la nación hasta que alguien se dio cuenta de que en la Constitución tal
delito solo existía en una situación de guerra. Entonces la acusaron de
encubrimiento. Luego, Macri ha despeñado la economía argentina por unos abismos comparables
a los de la Venezuela de Maduro. Comparables en resultados, no en
calificación jurídica. Con la complicidad impagable de los grandes medios de
comunicación transnacionales, se acusa en todos los foros a Maduro de criminal, mientras Macri
encuentra la sincera comprensión y la ayuda benévola del FMI.
El delito de odio y
la ley mordaza funcionan en nuestro país solo en una dirección determinada, nunca
(¿lo han leído bien?, lo repito: nunca) en la dirección inversa. Los códigos se
retuercen para adaptarse a la ideología de las personas. Lo que para una persona
concreta es delito, para otra es libertad de expresión. La Justicia ha dejado
de ser como la veían los escultores de siglos atrás, con una venda en los ojos
y una balanza en la mano. Ni es ciega, ni utiliza el mismo rasero para todos.
Eugenio Ruiz
Zaffaroni, un magistrado argentino miembro de la Corte Interamericana de
Justicia, ha señalado cómo esta forma de aplicar el derecho penal es funcional
a los objetivos que se plantea el sistema financiero global. En una de estas
notas apresuradas en contrapunto, yo acusé días atrás a las finanzas globales
de parasitismo (1). Zaffaroni va más allá. Asegura en una entrevista que espero
tener el gusto de darles a conocer en fechas próximas, que la altísima finanza
se propone ocupar el lugar de los Estados y manejar los resortes del poder político
en su propio beneficio, con total impunidad. El sistema financiero se comporta,
dice Zaffaroni, como una organización criminal.