domingo, 30 de septiembre de 2018

A CONTRA CORRIENTE


(Viaje a Eslovenia)

Figura de dragón en el puente del Liublianica, en Liubliana. Al fondo a la izquierda, la silueta del castillo. (Foto: Carmen Martorell)
De la información a la propaganda
El cielo apareció nublado el último día en Eslovenia y, cuando cruzamos después de comer la frontera de Croacia, tomó un color plomizo. Bárbara, nuestra guía, nos hizo un pronóstico del tiempo para el día siguiente: «Puede que llueve, puede que no. Esto pasa. También en Eslovenia hay mal tiempo ahora mismo.»
Debimos haber hecho sonar la banda de música y ponerle una medalla en ese momento. Era la primera vez que había algo malo de lo que no tenían la culpa los croatas y/o sus amigos inseparables, los rumanos y los albaneses “con pasaporte croata”.
Bárbara nos fue dando a lo largo de los días una información políticamente dirigida, y caía con frecuencia en una propaganda sin matices en favor de la eslovenidad sin tacha y sin reproche. Lo toleramos sin problema, y si exageraba demasiado la abucheábamos cariñosamente. Ella insistía: «No, es verdad, es como digo, nosotros nos llevaríamos bien con los croatas, pero ellos no nos quieren.»
Tuvimos el reverso de la medalla con la guía croata que nos enseñó la ciudad alta de Zagreb. Algunas informaciones suyas nos dejaron estupefactos. Luego me referiré a esa cuestión.
Los lagos de Plitvice
En Karlovac y más al sur vimos las huellas de la guerra pasada: campos sin cultivar, bosques abandonados, casas con los postigos cerrados o con impactos de bala, y otras literalmente despanzurradas. Ruina y vacío demográfico en toda la región interior que separa a las dos locomotoras de la economía croata: Zagreb, la capital, y la costa dálmata.
Plitvice era la excepción, en este sentido. Es un lugar del patrimonio mundial, justamente famoso. En el ingreso al parque había largas colas en las taquillas, en la cafetería, en los aseos. Muchas, muchísimas caras asiáticas. Unas muchachas nos preguntaron de dónde éramos. Dijimos “Catalunya”, y no entendieron. “Barcelona”, y tampoco. “Spain”, y algo así como una reminiscencia asomó a sus caras redondas. “¿Y vosotras?” “Shanghai” fue la respuesta acompañada con una sonrisa radiante.
Cayó un fuerte aguacero cuando estábamos justo delante de la gran cascada. El grupo se deshizo. “¡Mucho cuidado!”, reclamaba la guía, porque los infames croatas no han puesto barandillas en las pasarelas de madera que salvan las formaciones de travertino, los saltos de agua y la vegetación frondosa que brota entre los lagos de color turquesa situados a distintos niveles.
Seguimos nuestro camino imperturbables y con los ojos bien abiertos: aunque se moje, Comisiones no se encoge. En el embarcadero, la cola era kilométrica. En fila, contemplamos con paciencia el ir y venir de las barcas lanzadera, hasta que nos llegó el turno y cruzamos el lago hasta unas instalaciones próximas a otra entrada al recinto. Allí estaba previsto tomar un trenecito para volver al punto de partida, pero era ya muy tarde y las guías optaron por telefonear a los autobuses para que se acercaran a recogernos. Para entonces ya no llovía, pero muchos no teníamos un centímetro seco de ropa a pesar de nuestros impermeables y chubasqueros.
Reconstrucciones
Zagreb tiene empaque de gran ciudad: más de un millón de habitantes en el área metropolitana, algo más de la cuarta parte de la población del país. La guía croata nos condujo por las dos colinas vecinas de Kaptol y Gradec, el asentamiento histórico primitivo. Al pie de ambas se sitúa el gran espacio urbano de la plaza del Ban Josip Jelacic, y a partir de ahí se despliega la ciudad moderna, con amplias plazas y grandes edificios públicos: la Ópera, la Bolsa, la Universidad, el Teatro Nacional, etc.
Lo más sustancial del núcleo antiguo hubo de ser reconstruido después del gran terremoto de 1880. La catedral, por ejemplo, levantada de nuevo en estilo neogótico. O la iglesia de San Marcos, que ocupa el centro de la plaza del mismo nombre, que agrupa a su alrededor el Parlamento, la sede del gobierno, el Ayuntamiento antiguo y el Museo Histórico.
No solo los edificios; también ha sido preciso “reconstruir” la historia, después de las feroces guerras identitarias de los años noventa. Frente al altar mayor de la catedral está de cuerpo presente en una urna de cristal, recubierta de oro y con la mitra y el báculo de su ministerio, la momia del obispo Aloysius Stepinac, uno de los primeros apóstoles de la “limpieza étnica” que llegaría a su apogeo decenios después de su muerte en 1960. Los partisanos de Tito juzgaron y condenaron a prisión al obispo por su colaboración y apoyo al régimen pro nazi de Ante Pavelic, que había dirigido el país en las últimas fases de la guerra. Pío XII reaccionó nombrándolo cardenal. Juan Pablo II lo beatificó en 1998, después de las guerras balcánicas, y le dio tratamiento de “mártir”. El Vaticano fue el primer Estado en reconocer la independencia de Croacia, proclamada mientras las Naciones Unidas hacían esfuerzos por preservar el carácter multiétnico y plurirreligioso de una Yugoslavia en trance de derrumbe. En la inscripción que figura en el exterior de la catedral, Stepinac es descrito como un “defensor de los derechos humanos”. No derechos humanos universales, sin embargo, sino restringidos a una facción y negados al resto de grupos étnicos y religiosos. La Iglesia, cuando políticamente le interesa, desconoce los pilares fundamentales de la religión que predica, el precepto «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» por ejemplo, y se comporta con la fachenda del fariseo que agradecía en el templo no ser como el publicano arrodillado a poca distancia.
En la iglesia de San Marcos la “reconstrucción” viró de la tragedia a la farsa. Como el trabajo del arquitecto encargado de la misma, el alemán Hermann Bollé, no pareció suficientemente “nacional”, se dibujaron en el tejado, en los colores blanco, rojo y azul de la bandera croata, los escudos del reino de Croacia, Dalmacia y Eslavonia, y de la ciudad de Zagreb. Una toma de posesión arbitraria de un patrimonio religioso que solo tiene sentido si es universal, no exclusivista ni supremacista.
A contra corriente
Domènec Martínez, compañero de viaje que no necesita presentación ni en el sindicato ni en la izquierda catalana, me pasó fotocopia de un artículo suyo sobre Yugoslavia publicado en Treball en mayo de 1999. Habla de otra “reconstrucción” o reescritura de la historia, la relacionada con el campo de exterminio nazi de Jasenovac, donde los ustachas de Pavelic llevaron a cabo atrocidades bendecidas por monseñor Stepinac. El campo, todas sus instalaciones y el mismo nombre de la población han desaparecido del mapa de la nueva Croacia, urgida a recomponer su autoestima nacional borrando la memoria histórica y los testimonios materiales de actuaciones pasadas impropias de un mundo civilizado.
El artículo se titula A contracorrent, y contiene íntegro el ADN del PSUC que fue: su apertura al exterior, su carácter inclusivo y no excluyente, su firmeza ética. Reclama la articulación inmediata de una solidaridad activa con Bosnia y Kosovo, con Montenegro y Macedonia, a través del hermanamiento de poblaciones catalanas con otras balcánicas para aportar la ayuda necesaria y contribuir a crear una red multicultural de ciudades por la paz y la democracia, que intercambie personas, conocimientos, información y cultura. No quedan excluidas de la propuesta Serbia, Croacia ni Eslovenia, porque Domènec no encuentra naciones culpables ni inocentes en aquel fracaso colectivo, aunque sí reclama el derrocamiento de Milosevic y de Tudjman, los dos presidentes que azuzaron el exterminio. Y llama la atención sobre iniciativas como la del grupo Mujeres de Negro, de Belgrado, y la posibilidad de extender, a través de manifestaciones parecidas, círculos amplios de personas comprometidas en favor de la paz y los derechos de todos.
Comentamos su artículo una tarde soleada, en una terraza junto al río de Liubliana, cerca de una chocolatería y de una tienda de antigüedades. «Fuimos ingenuos», dijo él. «Lo seguimos siendo», repliqué yo.
Porque la ingenuidad es un valor positivo. No valen de nada los resabios, solo empujar a contra corriente, sin doblez ni reserva, con el objetivo de mitigar en lo posible el dolor, la injusticia y la desigualdad presentes en el mundo de hoy.
Y este es el mensaje final de un viaje memorable por tantas cosas.