viernes, 14 de septiembre de 2018

SECUELAS DE LA DIADA CATALANA


Pasó otro 11-S. Una vez más, la concentración en Barcelona fue un éxito. Una vez más, las autoridades procesistas se dedican a convertir ese éxito de público en un “mandato” popular para la independencia, imposible de desobedecer sin “traición”. Ignoran las cifras electorales, las garantías legales, los quórums fijados para la validez de los procedimientos, y se detienen únicamente en la foto: cientos de miles de personas apiñadas en la Diagonal, distinguibles por el color rosa eléctrico de sus camisetas.
No es nueva la pretensión de sustituir el voto secreto por el plebiscito público, la pluralidad de puntos de vista por la unidad de propósito, y la reflexión racional por la aclamación masiva. Anteriores intentonas en ese sentido tuvieron efectos desastrosos para la sociedad democrática; convendría que lo tuvieran en cuenta quienes hoy basan la legitimidad de sus actuaciones en esa “vídeo democracia”, o “democracia plebiscitaria”, o “democracia de la audiencia” (de las tres maneras etiqueta el fenómeno la politóloga italoamericana Nadia Urbinati).
Releo las páginas dedicadas al tema por la autora citada, en Democracy disfigured (Harvard University Press, 2014; lástima que no haya traducción española de un libro así). La defensa más consistente de tales métodos ha sido la de un jurista no precisamente demócrata, Carl Schmitt. Schmitt opuso al secreto del voto el plebiscito público. El concepto de “público” tenía para él la connotación de “lo que se ve”. Lo que no se ve, el ámbito de lo privado, no debe entrar en consideración para la política, escribió el autor alemán en La crisis de la democracia parlamentaria; y la reflexión, la meditación, la decisión sopesada con cuidado, no se ven: son invisibles a todos los efectos. Por eso, concluye Schmitt, el público solo tiene valor cuando está junto, cuando expresa una opción nítida y visible para todos, cuando utiliza la soberanía que se le supone para configurarse a sí mismo como público.
Es como mínimo curiosa la argumentación de Schmitt al respecto. El libre albedrío y el voto en conciencia, dice, son más bien patrimonio de la religión reformada, es decir cosa de protestantes. Schmitt se apoya, en cambio, en la doctrina católica de la transubstanciación. Así, del mismo modo que Cristo está presente en la Eucaristía, la soberanía del pueblo se hace presente como epifanía en el plebiscito. En los dos casos, la forma crea la sustancia. Al ser consagrada, la Hostia “se convierte” en el cuerpo de Cristo, y del mismo modo la aclamación popular se encarna en cuerpo (¿místico?) del pueblo. La imagen sustituye al discurso, la unidad visual de una multitud se convierte en la revelación de la presencia de una “entidad misteriosa” que escapa a toda comprensión racional.
La soberanía popular cambia así el significado que le atribuían los viejos liberales del siglo de las luces, y pasa a señalar la lucha por “producir e imponer una determinada visión de la palabra”, según comentó en su crítica a Schmitt el sociólogo francés Pierre Bourdieu.
Para el president catalán Quim Torra, como para Carl Schmitt y disculpen la forma de señalar, no existe en la noción de “pueblo” (catalán) ni diversidad, ni pluralidad, ni contradicción. De la imagen de la Diagonal rebosante de pueblo catalán, del mismo modo que de la de los colegios electorales catalanes el pasado uno de octubre, emerge un mandato inequívoco emitido por un pueblo transustanciado. Quienes vemos toda esta cuestión de forma distinta, no contamos. No es posible relativizar la Fe verdadera.  
 

Nota.- A partir de mañana emprendo una excursión colectiva a la que no voy a llevar mi ordenador portátil; estos “contrapuntos” quedarán, pues, interrumpidos durante una semana al menos. Si tal circunstancia representa, no ya un alivio, sino una molestia para algún lector, le ruego sinceramente que me excuse.