El president Torra
se ha mostrado partidario de ir “hasta el final”, si hay condenas por los
sucesos del 1-O. La declaración supone una cierta rectificación de sus propias palabras
de anteayer mismo. Anteayer, en efecto, en la inauguración de la plaza 1-O de
Juneda (Lleida), Torra manifestaba que «la vía pacífica, pero imparable, es la
vía que nos toca emprender a partir de ahora.»
Ninguna referencia
a posibles condenas. Si cuarenta y ocho horas después de llenarse la boca con
una marcha “imparable” hacia la independencia, demanda a Pedro Sánchez que
instruya a la Fiscalía para evitar las condenas, lo menos que puede decirse es
que la postura oficial de la Generalitat ha bajado un escalón apreciable en sus
expectativas. Si el Gobierno se deslizara por el camino ─ poco democrático ─ de
una vuelta a la judicialización de la política en sentido contrario, y ordenara
a la Fiscalía utilizar paños calientes para sacar las castañas del fuego a los
líderes independentistas imputados en un delito aún oscilante entre la rebelión
y la prevaricación, a cambio la Generalitat renunciaría, al parecer, a “ir
hasta el final”. O eso se desprende de las palabras de hoy mismo de Torra.
Sería interesante
certificar la existencia de contactos bilaterales tendentes a un quid pro quo en relación con el rigor de
las condenas, de un lado, y la imparabilidad de la marcha hacia la
independencia, de otro. Aunque es altamente improbable que tales negociaciones
puedan llegar a buen fin (desbordan por todos lados las costuras de nuestro traje
constitucional), su existencia misma sería el mejor indicio y el más certero de
cuál es el punto exacto en el que nos encontramos, en el sinuoso trayecto que
va entre el momento aciago en el que se produjo la colisión de trenes, y aquel
otro, aún por venir, del remedio terapéutico de los destrozos causados.
No hagan caso de
Inés Arrimadas, que considera estos graves asuntos a beneficio de inventario,
en función de su precampaña electoral particular. Esto podría no ser a fin de
cuentas una escalada grave de ilegalidades, sino un simple intercambio nocturnal
de bravatas simbólicas en el escenario, tan frecuentado últimamente por tirios
y troyanos, de los espacios públicos.
No hagan caso de
Carles Riera, tampoco. Al president Torra y al sí/no/president Puigdemont no
les gustará ser acusados de cobardía, pero más se perdió en Cuba (pido
disculpas si la comparación resulta inoportuna en momentos tan idiosincráticos).
El quid de la
cuestión reside, a mi entender, en si nos encontramos en el escenario de una “negociación
a largo plazo con el Estado”, como apunta Esquerra Republicana, o bien en una “movilización
permanente de la ciudadanía”, según palabras de Quim Torra. Y si tal negociación
y/o movilización es “imparable hasta llegar al final”, o bien depende de la
posibilidad de que las partes contratantes alcancen en algún momento un ten con
ten apañado, con sus luces y sombras, pero con capacidad para calmar por un
período razonable la efervescencia insoportable que está sufriendo desde hace
años la ciudadanía de este pequeño país.