Un recentísimo
artículo de Giorgio Pagano en MicroMega (1) invita a releer dos importantes
ensayos prospectivos de Vittorio Foa y Bruno Trentin: la Gerusalemme rimandata (“Jerusalén aplazada”) y la Città del lavoro (“Ciudad del trabajo”).
El primero data de 1985; el otro de 1997. Los dos pasaron en su momento
inadvertidos, casi clandestinos. La gran corriente secular de la sinistra, la izquierda italiana constituida,
apuntaba en otra dirección, la de la conquista paulatina del Estado por medios
democráticos. El curso de los acontecimientos ha venido a indicar desde
entonces que el objetivo perseguido era erróneo, por dos razones: primera, porque
no era el Estado sino la vida lo que era necesario conquistar; y segunda,
porque el instrumento rectificador del Estado no era tan decisivo como algunos
teóricos podían suponer, en el contexto de un poder fáctico transnacional y de
unas finanzas globales.
Foa y Trentin se
inscriben en un mismo paisaje moral. Los dos profundizan en la relación entre
trabajo y vida. Para los dos, esta es la conexión esencial en la persona
humana, y los dos concluyen que se trata de una conexión viciada. Las personas
humanas se esfuerzan en alcanzar una vida más plena a través del trabajo, pero
se encuentran delante de una contradicción insuperable: si la vida plena es el
reino de la libertad, el trabajo es en cambio el terreno de la autonegación, de la
esclavitud. La única posibilidad que deja
un horario saturado de tareas mecánicas, repetitivas, embrutecedoras, es “comprar” con él los medios
para una libertad ejercida fuera de las horas y del lugar de trabajo.
Ontológicamente, el trabajador así connotado es un ser demediado y contradictorio.
La izquierda
política instalada era consciente de esa situación, pero la consideraba transitoria:
todo había de resolverse en el futuro con la maduración de las fuerzas
productivas, el final de los grandes monopolios y el advenimiento radiante de
una sociedad socialista exenta de contradicciones (la “Jerusalén” de Foa). Para
el “mientras tanto”, el acento, tanto en los partidos socialdemócratas como en
los comunistas, se puso en la “igualdad” de todos en el reparto de las cargas
comunes, y en el pleno empleo combinado con los beneficios asegurados por el
Estado providencia, como punto de equilibrio en la igualdad de la explotación.
No fue ese el punto
de vista de los dos sindicalistas: “La libertad viene antes”, tituló Trentin
otro de sus libros. Es necesario invertir los términos aceptados hasta el
momento, y buscar el conocimiento, el control y la dirección colectiva democrática
del trabajo en primer lugar: un trabajo más autónomo, más gratificante, con
virtudes emancipadoras. Un trabajo que comporte mayores derechos individuales y
colectivos, idea que Trentin plasmó en la concepción programática de un
«sindicato de los derechos». Un sindicato, en consecuencia, que atiende en
primer lugar a la libertad sustancial de las personas, a la libertad “de
trabajo” y “en el trabajo”; y solo a continuación, aunque como un
acompañamiento inexcusable, a la igualdad para todos. Igualdad de
oportunidades, cabe advertir; no, en ningún caso, igualdad de resultados para
el diligente y el perezoso, para el inquieto y el rutinario, para el miembro
activo de la comunidad del trabajo y el pasivo.
A partir de ahí, los
dos autores proponen la política como una tarea diferente de su acepción usual:
como un proceso de transformación social y cultural surgido desde abajo, en
lugar de como un asalto ─ violento, o no ─ a los cielos de las instituciones. El
gobierno de las instituciones sería la última etapa ─ si de etapas se puede
hablar, cosa de la que Trentin abomina ─, en el listado de tareas pendientes;
de ninguna manera la primera.
La estruendosa
derrota de las izquierdas instaladas, no solo en Italia sino en general, ha
situado en el foco de una atención todavía minoritaria a los dos autores ya
desaparecidos. Es de desear un mayor estudio de sus propuestas, de esa “utopía
cotidiana” que reclamó Trentin en el lugar de las grandes utopías avistadas con el telescopio del largo plazo
y de un sentido prometeico un tanto etéreo.
Nunca es tarde para
rectificar.