(Viaje a Eslovenia)
Talla del s. XV en la catedral de Ptuj. San Jorge muestra cómo alancear eficazmente a un dragón sin perder la compostura y la elegancia intrínseca. (Foto: Carmen Martorell)
La vieja
parra
En Maribor, pegada
a la fachada de un museíllo del vino llamado Old Vine House, frente al río
Drava, está la parra “más antigua del mundo”, plantada hacia 1580 según
documentación descubierta por el archiduque Johann de Habsburgo-Lorena, el
hombre que impulsó los cultivos vitícolas en la región en la primera mitad del
siglo XIX. La parra no tenía un gran aspecto; tampoco el vino esloveno va muy
allá en excelencia. “Le falta sol”, según Bárbara, nuestra guía. La primavera
es tardía en Eslovenia, y el verano corto, aunque caluroso. Luego vienen las
nieblas, una larga temporada de lluvias y un frío sobrecogedor en invierno (-
15 ºC).
Perlas de
la propaganda
Sin embargo, leo en
un folleto de propaganda turística que las viñas eslovenas «se encuentran entre
el 5% de las mejores del mundo.» Este tipo de precisión jerárquica tiene que
ser muy grato a los eslovenos, porque lo utilizan a menudo. Ya he mencionado el
récord de la vieja parra; las cuevas de Postojna son «las segundas más grandes
del mundo»; el castillo-cueva de Predjama está inscrito en el libro Guinness
como el mayor en su categoría, etc. Y en cuanto a eslovenos ilustres (cito del
folleto mencionado antes), «Slavko Avsenic es conocido como el rey mundial de
la polka», y los deportistas eslovenos «son simplemente excepcionales, tanto en
los deportes individuales como en los de equipo.»
Ptuj
Es el nombre esloveno
impronunciable de la antigua ciudad de Petuvium, en su origen un campamento
militar romano, mencionada por Tácito ya en el año 69. La catedral guarda una
talla primorosa de San Jorge pisando al dragón y alanceándolo al estilo
barrendero. En el punto más alto de la ciudad se asienta un castillo parecido a
los que luego veríamos en Liubliana o Bled: una residencia nobiliaria sin
nobles que residan en ella, que ha pasado a ser patrimonio del Estado y ofrece
al visitante, descontadas las magníficas vistas, poca cosa más que una terraza
donde tomar café, algún puestecito de souvenirs
y los aseos.
La casa,
el automóvil y el tractor
La llegada a
Liubliana fue un anticlímax. El hotel, muy cómodo y bien provisto, era un gran
cubo acristalado de quince pisos, pero estaba lejos del centro, junto a un área
comercial de dimensiones casi gigantescas, y lo que había más allá eran instalaciones de almacenaje, un
McDonald y largas hileras de
bloques de viviendas-colmena desparramados a uno y otro lado de las avenidas
sin la menor gracia ni pretensión estética.
Puede que sea la
consecuencia de una etapa de “socialismo real” practicado con rigor implacable.
En todo caso, el paisaje rural visto desde las ventanillas del autocar era,
aunque modesto, mucho más atractivo. Cultivos bien delimitados, bosques
limpios, casas de labor aisladas o agrupadas en pueblos pequeños. Casi todas estaban
pintadas del mismo color amarillento y tenían unas dimensiones parecidas: planta
cuadrada, dos pisos ─ muy raramente tres ─, y altillo limitado por un tejado a
dos aguas en pico muy pronunciado.
La guía nos contó
que el campesino esloveno no tiene grandes pretensiones en cuanto a lujos en la
vivienda, pero sí quiere un automóvil más grande y moderno que el del vecino, y
sobre todo el mejor tractor que exista en el mercado. El garaje se reserva para
el tractor, que es objeto de todos los mimos; el coche se aparca fuera.
Esa teoría de “el
tractor, lo primero de todo”, me pareció bastante convincente.
La
tribuna esquinera
El centro de Liubliana
es deslumbrante, más aún porque resulta inesperado para quien llega como
nosotros de un extrarradio monótono y adocenado. Varios puentes cruzan el río
Liublianica; son muy bellos el Puente Triple y el del Dragón. En una orilla quedan
el castillo, al que se sube en funicular, y una calle peatonal ancha, bien
adoquinada y flanqueada por edificios señoriales. Al otro lado, cruzado el
Puente Triple, está la monumental plaza Presenkov, dominada por la fachada de
la iglesia franciscana de la Anunciación.
Yo había visto ya
lo que llamo tribunas esquineras en el sur de Alemania; en Tubinga, por
ejemplo, y en poblaciones de Baden-Wurttemberg. Las reencontré en Maribor y en
Liubliana (Laibach en alemán), lo que
vendría a confirmar el carácter mitteleuropeo
de sus centros históricos. Entiendo por tribunas unas estructuras suntuarias
encastradas en las esquinas de edificios que fueron en tiempos palacetes o
similares. En su forma más difundida se trata de torrecillas cilíndricas,
parecidas a las de los baluartes defensivos de las fortalezas barrocas, que
arrancan a alguna distancia del suelo, ofrecen buenas vistas en ángulo a las
dos calles correspondientes a través de ventanales amplios, y rematan en un
chirimbolo o caperuza de lo más estético.
En el río
Las orillas del
Liublianica están repletas de terrazas entoldadas, tentadoras para el paseante,
en particular en días de fuerte calor. Por allí pulula la juventud autóctona, y
allí recalan los turistas de cualquier edad, incluida la nuestra. Nada más
agradable que un rato de descanso merecido y de charla, con una bebida al
alcance de la mano, mientras se ve fluir el río.
El último día de
estancia en Liubliana ocupamos dos barcazas que nos dieron vuelta y vuelta por
las aguas oscuras del río, entre la neblina matinal, desde la represa por un
lado hasta las instalaciones de las regatas por el otro. Teníamos ya las
maletas hechas y cargadas en los autocares. Dejábamos Eslovenia y nos íbamos a
Zagreb. “No podrás navegar dos veces por el mismo río”, me dije a mí mismo,
plagiando a Heráclito. Carpe diem, “disfruta
el momento”, me contestó en un susurro el agua que fluía, siempre igual,
siempre diferente, bajo la quilla.