miércoles, 26 de septiembre de 2018

NO PODRÁS NAVEGAR DOS VECES POR EL MISMO RÍO


(Viaje a Eslovenia)

Talla del s. XV en la catedral de Ptuj. San Jorge muestra cómo alancear eficazmente a un dragón sin perder la compostura y la elegancia intrínseca. (Foto: Carmen Martorell)

La vieja parra
En Maribor, pegada a la fachada de un museíllo del vino llamado Old Vine House, frente al río Drava, está la parra “más antigua del mundo”, plantada hacia 1580 según documentación descubierta por el archiduque Johann de Habsburgo-Lorena, el hombre que impulsó los cultivos vitícolas en la región en la primera mitad del siglo XIX. La parra no tenía un gran aspecto; tampoco el vino esloveno va muy allá en excelencia. “Le falta sol”, según Bárbara, nuestra guía. La primavera es tardía en Eslovenia, y el verano corto, aunque caluroso. Luego vienen las nieblas, una larga temporada de lluvias y un frío sobrecogedor en invierno (- 15 ºC).
Perlas de la propaganda
Sin embargo, leo en un folleto de propaganda turística que las viñas eslovenas «se encuentran entre el 5% de las mejores del mundo.» Este tipo de precisión jerárquica tiene que ser muy grato a los eslovenos, porque lo utilizan a menudo. Ya he mencionado el récord de la vieja parra; las cuevas de Postojna son «las segundas más grandes del mundo»; el castillo-cueva de Predjama está inscrito en el libro Guinness como el mayor en su categoría, etc. Y en cuanto a eslovenos ilustres (cito del folleto mencionado antes), «Slavko Avsenic es conocido como el rey mundial de la polka», y los deportistas eslovenos «son simplemente excepcionales, tanto en los deportes individuales como en los de equipo.»
Ptuj
Es el nombre esloveno impronunciable de la antigua ciudad de Petuvium, en su origen un campamento militar romano, mencionada por Tácito ya en el año 69. La catedral guarda una talla primorosa de San Jorge pisando al dragón y alanceándolo al estilo barrendero. En el punto más alto de la ciudad se asienta un castillo parecido a los que luego veríamos en Liubliana o Bled: una residencia nobiliaria sin nobles que residan en ella, que ha pasado a ser patrimonio del Estado y ofrece al visitante, descontadas las magníficas vistas, poca cosa más que una terraza donde tomar café, algún puestecito de souvenirs y los aseos.
La casa, el automóvil y el tractor
La llegada a Liubliana fue un anticlímax. El hotel, muy cómodo y bien provisto, era un gran cubo acristalado de quince pisos, pero estaba lejos del centro, junto a un área comercial de dimensiones casi gigantescas, y lo que había más allá eran instalaciones de almacenaje, un McDonald y largas hileras de bloques de viviendas-colmena desparramados a uno y otro lado de las avenidas sin la menor gracia ni pretensión estética.
Puede que sea la consecuencia de una etapa de “socialismo real” practicado con rigor implacable. En todo caso, el paisaje rural visto desde las ventanillas del autocar era, aunque modesto, mucho más atractivo. Cultivos bien delimitados, bosques limpios, casas de labor aisladas o agrupadas en pueblos pequeños. Casi todas estaban pintadas del mismo color amarillento y tenían unas dimensiones parecidas: planta cuadrada, dos pisos ─ muy raramente tres ─, y altillo limitado por un tejado a dos aguas en pico muy pronunciado.
La guía nos contó que el campesino esloveno no tiene grandes pretensiones en cuanto a lujos en la vivienda, pero sí quiere un automóvil más grande y moderno que el del vecino, y sobre todo el mejor tractor que exista en el mercado. El garaje se reserva para el tractor, que es objeto de todos los mimos; el coche se aparca fuera.
Esa teoría de “el tractor, lo primero de todo”, me pareció bastante convincente.
La tribuna esquinera
El centro de Liubliana es deslumbrante, más aún porque resulta inesperado para quien llega como nosotros de un extrarradio monótono y adocenado. Varios puentes cruzan el río Liublianica; son muy bellos el Puente Triple y el del Dragón. En una orilla quedan el castillo, al que se sube en funicular, y una calle peatonal ancha, bien adoquinada y flanqueada por edificios señoriales. Al otro lado, cruzado el Puente Triple, está la monumental plaza Presenkov, dominada por la fachada de la iglesia franciscana de la Anunciación.
Yo había visto ya lo que llamo tribunas esquineras en el sur de Alemania; en Tubinga, por ejemplo, y en poblaciones de Baden-Wurttemberg. Las reencontré en Maribor y en Liubliana (Laibach en alemán), lo que vendría a confirmar el carácter mitteleuropeo de sus centros históricos. Entiendo por tribunas unas estructuras suntuarias encastradas en las esquinas de edificios que fueron en tiempos palacetes o similares. En su forma más difundida se trata de torrecillas cilíndricas, parecidas a las de los baluartes defensivos de las fortalezas barrocas, que arrancan a alguna distancia del suelo, ofrecen buenas vistas en ángulo a las dos calles correspondientes a través de ventanales amplios, y rematan en un chirimbolo o caperuza de lo más estético.
En el río
Las orillas del Liublianica están repletas de terrazas entoldadas, tentadoras para el paseante, en particular en días de fuerte calor. Por allí pulula la juventud autóctona, y allí recalan los turistas de cualquier edad, incluida la nuestra. Nada más agradable que un rato de descanso merecido y de charla, con una bebida al alcance de la mano, mientras se ve fluir el río.
El último día de estancia en Liubliana ocupamos dos barcazas que nos dieron vuelta y vuelta por las aguas oscuras del río, entre la neblina matinal, desde la represa por un lado hasta las instalaciones de las regatas por el otro. Teníamos ya las maletas hechas y cargadas en los autocares. Dejábamos Eslovenia y nos íbamos a Zagreb. “No podrás navegar dos veces por el mismo río”, me dije a mí mismo, plagiando a Heráclito. Carpe diem, “disfruta el momento”, me contestó en un susurro el agua que fluía, siempre igual, siempre diferente, bajo la quilla.