Soraya Sáenz de
Santamaría abandona la política, y en las profundidades abisales del Partido
Popular se hace casi sonoro un suspiro de alivio.
Vistas las cosas
desde una perspectiva más amplia, seguramente no es únicamente Santamaría la
que nos deja abandonados a nuestra suerte, sino toda una concepción de la
política. Ella es abogada del Estado; una categoría jerárquica similar a la del
druida en la aldea gala.
Cuando mi padre ─
disculpen estas rememoraciones familiares que no tienen interés para nadie que
no sea yo mismo ─ se dio cuenta del interés aún difuso y desenfocado que yo
sentía por la política en mi época de estudiante, me recomendó que antes
incluso de acabar la carrera empezara a preparar oposiciones a abogado del
Estado. Él no lo era, aunque sí funcionario, y tenía un sentimiento ambivalente
de amor-odio hacia ellos. “Pasarás unos años fatales, de estudio exclusivo y
muy intenso” ─ me dijo ─. “Pero si lo consigues, tendrás un puesto seguro y
bien pagado para el resto de tu vida, y tiempo y oportunidades de sobra para dedicarte
a lo que más te guste, ya sea la política o el ajedrez.”
No le hice caso,
por demás está el decirlo, y nunca he llegado a ser nadie ni en la política ni
en el ajedrez. Recuerdo aún, con todo, el aforismo que él me repetía a veces, muy
frecuente en la administración pública de aquella época (la franquista): «Hay
un alto cargo disponible para cada abogado del Estado, y un abogado del Estado
disponible para cada alto cargo.»
Igual que ahora los
políticos se adornan con másteres dudosos, entonces la abogacía del Estado era
la guinda que coronaba los currículos más granados de los aspirantes a ejercer funciones
públicas. Santamaría ha sido probablemente la última de la antigua tribu de los
mohicanos irreductibles. Se van de golpe ella, la colección Aranzadi de
legislación y jurisprudencia infaltable en tiempos en todas las antecámaras de
los notables, y todo un modo de enfocar las cuestiones políticas desde una
burocracia situada en lo más alto que implementaba soluciones tecnocráticas
para todas las menudencias conflictivas que afligían episódicamente al común de
las gentes. ¿Se acuerdan de cuando Gonzalo Fernández de la Mora publicó El crepúsculo de las ideologías? No,
claro. Aquello ocurrió a mediados de los años cincuenta del siglo pasado;
ustedes nunca oyeron hablar del libro ni de su autor.
Soraya procede en
línea recta de aquella veta de pensamiento. Deng Xiaoping hizo su propia
contribución a las ideologías crepusculares desde el otro bando simétricamente
considerado: «Me da igual que el gato sea blanco o negro, con tal de que cace
ratones.» Hoy lo que se lleva es una ideología mucho más heavy, una preparación política más light, y un aprendizaje teórico-práctico bastante elemental y
rudimentario.
Quizá sea por eso
que los políticos de hoy nos duran tan poco. No es el caso de Santamaría, sin
embargo; conviene evitar las confusiones. Si ella se va es porque ha mandado
mucho y no se resigna a volver a ocupar un puesto anónimo en el rol de la
tripulación. Quien ha sido patrón ya no vale para marinero.