La instantánea que
encabeza estas líneas es una de las imágenes más bellas que he visto nunca de
un cuerpo humano en movimiento: potencia, coordinación y flexibilidad, resumidas
en una plasticidad insuperable. La protagonista de la imagen es Tayla Harris,
una futbolista australiana de 21 años, y la imagen está siendo trending topic.
Debería serlo en
cualquier caso, pero no por la razón concreta del impacto que ha generado. Fue
publicada en la revista Seven, y
provocó un aluvión infinito de comentarios obscenos y machistas de los lectores.
La razón es incluso demasiado fácil de percibir, demasiado obvia. Para
determinadas mentalidades masculinas, cualquier chica que abre mucho las
piernas está invitando al mirón a que entre sin pedir permiso. Entonces, esa consideración general de la deportista como pieza de caza mayor puesta a tiro obedece oscuramente a que se le achaca una actitud en exceso desenvuelta y falta del decoro y el recato debido.
La revista,
alarmada por tanta retranca sucia e interminable, retiró la fotografía de su
publicación, y entonces fue Tayla quien la colgó en su propio sitio. “Aquí
estoy haciendo mi trabajo”, fue su explicación. “Mis isquios están bien, pero
no lo están los comentarios que me dedican los lectores.”
Seven recuperó entonces la foto y se excusó: “Al retirar la foto,
mandábamos el mensaje equivocado.”
La anécdota de ese
suceso mínimo permite alumbrar el verdadero estado de la cuestión de género. Los
casos de violencia explícita, con derramamiento de sangre incluido, son ya de
por sí lo bastante alarmantes, tanto por su número como por sus circunstancias;
pero solo asoman como la punta de un iceberg. Debajo está sumergida la
violencia implícita, de dimensiones muy superiores; el flujo oscuro del deseo como
imposición, como castigo a la diferencia, y como banderín de enganche para la
afirmación de un estatus brutalmente superior del macho dentro de la manada.
Todos estos sentimientos, muy extendidos y no del todo explícitos, proporcionan
el feedback necesario para reproducir
de una generación a otra de varones las coordenadas siempre repetidas del
instinto machista.
La menos mala de las
manifestaciones de ese instinto es la actitud varonil benévola, de protección hacia las
hembras del grupo. Pero no se engañen. Ellas no desean ser más protegidas, sino
más libres e iguales. Como Tayla en este espléndido salto para atrapar un balón
casi inalcanzable.