La “estabilidad
política e institucional”, por ejemplo, significa que no se toquen de ningún
modo las reformas laborales que tanto bien nos han hecho a los trabajadores. O
sea, en sus palabras: «Debe
ser una prioridad política el configurar un clima favorable para la actividad
empresarial como principal vía para hacer sostenible nuestro crecimiento
generador de empleo y la mejora de nuestro nivel de vida. Dado el escenario cambiante en el que
vivimos, se debe de mirar hacia adelante y no revertir las reformas que
han sido claves para apuntalar la dinámica económica y la confianza de nuestros
agentes.» (El subrayado es del documento, no mío.)
Resultaría que la actividad empresarial está siendo “la
principal vía” para generar empleo y mejorar “nuestro” nivel de vida. Supongo
que ese “nuestro” se refiere al nivel de vida de los empresarios, porque todos
los indicadores económicos y sociales señalan que, por lo general, el nivel de
vida se está deteriorando rápidamente, y las perspectivas para las generaciones
venideras son las de un descenso todavía más acusado. Se anuncia ya que la
generación que entra ahora en el mercado de trabajo será la primera en España
que vivirá peor que sus padres.
Impertérrito ante esos augurios, el empresariado español
se concibe a sí mismo como una entidad benefactora sin ánimo de lucro, o poco
menos. De ahí que reclame del Estado “sostenibilidad fiscal”, bonito sintagma
que no se sabe muy bien qué puede significar hasta que ellos mismos lo explican
así: «La consolidación estructural del
déficit debe basarse en las partidas que tienen menos incidencia sobre la
oferta productiva y la competitividad empresarial, esto es, actuando
especialmente sobre el gasto corriente y evitando subidas de impuestos,
especialmente de aquellos que afectan a la actividad empresarial, o ajustes de
partidas de inversión necesarias para nuestra actividad.» (De nuevo el
subrayado es de origen.)
Es decir, menos impuestos para las empresas. El déficit debe enjugarse fiscalmente en todo caso con un alza de gravámenes que no afecten a la actividad empresarial, ni a las partidas
de inversión. Todo ello, conforme a los dos grandes ejes que sustentan y
apuntalan nuestra economía de mercado: «la
libertad de empresa y el derecho de propiedad», citando el mismo documento,
que como se ve no ahorra ninguna declaración de principios.
El ahorro de cara a los presupuestos podría empezar,
entonces, por la “reforma del sector público”. Del enunciado del tema en el
documento empresarial no queda claro, sin embargo, si se está hablando de “reforma”
o de “liquidación” de lo público. Juzguen ustedes mismos: «Seguir avanzando en la reforma del
sector público mediante la eliminación de las duplicidades entre todos los
niveles de las Administraciones Públicas, la mayor provisión de servicios públicos
por parte del sector privado, así como la reducción de organismos, agencias y
empresas públicas de las Administraciones Públicas que prestan servicios que no
obedecen ni a criterios de necesidad ni de mejora de la eficacia.»
La clave
estaría, a lo que parece, en que los servicios públicos fueran dispensados por
el sector privado, liberándolo a cambio del pago de impuestos, de modo que
pueda redondear adecuadamente su cuenta de resultados ya boyante con la
privatización del cobro a los usuarios de los tales servicios (sanidad,
escuela, etc. El desiderátum.)
La guinda del
pastel está seguramente en la propuesta acerca de la jubilación. «Sostenibilidad
del sistema público de pensiones y adecuación a las circunstancias actuales,
mediante el impulso de reformas en varios frentes simultáneamente, tales como
la lucha activa contra el fraude en las cotizaciones y el aumento de la edad de
jubilación a medida que lo haga la esperanza de vida, que permitan lograr un
sistema equilibrado, sostenible e incentivador del empleo.»
No nos merecemos el empresariado que tenemos.