Los robots no
tienen la culpa de que el trabajo escasee. De hecho, el trabajo no escasea,
todo lo contrario; pero en torno de él se está produciendo un cierto espejismo
porque su naturaleza y su lógica misma han mutado en buena medida.
Y no solo su
naturaleza y su lógica interna. Lo que ha cambiado (a la baja) de forma apabullante en el
trabajo en nuestro siglo XXI es su remuneración. Y de esto último no han tenido
la culpa los robots.
Tampoco la han
tenido las “leyes implacables” del mercado, como sostienen los ventajistas al
estilo de Rodrigo Rato. No hay leyes propiamente dichas del mercado, implacables
o no. El mercado es una creación de los hombres, y son los hombres los que determinan
sus reglas y su manera de actuar. La hegemonía de los robots o de unos algoritmos omniscientes
que ordenarían los intercambios globales son puro fake news.
Lo explica con
mucho sentido común el economista Paul Krugman (1). Cito la frase clave de su
argumento: «El cambio tecnológico es una
vieja historia. La novedad es que los trabajadores no están compartiendo los
frutos de ese cambio tecnológico.»
Los robots, diseñados
para ahorrar trabajo físico y ayudar a la producción, están acabando con los
trabajos más penosos y repetitivos: los menos “humanos”. Los robots son amigos,
no enemigos del progreso. Pero históricamente, lo dice Krugman, todo cambio
tecnológico (y se han producido muchos desde la primera revolución industrial),
al llevar aparejada un alza de la productividad, inducía también un incremento
general de los salarios y del bienestar social.
Si esto no ocurre
ahora, no es culpa de los robots. Hay una pista clara para averiguar quién es
el verdadero culpable: tampoco el Estado recibe y redistribuye los jugosos
frutos de ese cambio tecnológico impulsado en primer lugar a partir de su inversión básica y de su dirección.
Las agencias
transnacionales como el FMI y el Banco Mundial, con el apoyo de una banca
financiarizada, son las que en última instancia están regulando el tráfico. Su
credo es la supresión de las trabas que impedían bajo el viejo paradigma
económico desarrollarse todo el potencial de la innovación tecnológica. Se han
desregulado las normas laborales, se ha acorralado a los sindicatos democráticos
de trabajadores, y se ha colocado a la fuerza de trabajo en condiciones de
abierta inferioridad y fragmentación frente al capital.
Y se ha forzado al
Estado a mirar a otro lado en todo ese proceso. A no comprometer capitales
públicos en lo que hoy se ha convertido en un coto de financiación privado y
opaco. A promover exenciones y rebajas de impuestos a las sociedades más ricas,
a costa del incremento de la carga fiscal para la ciudadanía de a pie. A
mantener un equilibrio financiero inocuo e inútil, porque la ausencia de
déficit presupuestario es simplemente ausencia de política económica.
Se lo dice Ramón
Górriz al gobierno actual, que estando como está en equilibrio precario, debería serlo todo menos cauteloso ante las elecciones inminentes: «Ya no quedan
excusas para alcanzar el reino de los fines.» (2)