«Llegan las empresas
mutantes», alerta María Fernández hoy en elpais negocios. A buenas horas,
mangas verdes. Hace bastantes años ya que las empresas mutaron y conformaron un
nuevo mapa económico en el que todos los puntos cardinales cambiaron de pronto
de lugar. “Empresa”, “mercado”, “trabajo”, incluso “capitalismo”: seguimos
hablando de esos poderosos iconos de la economía como si existieran desde
siempre y fueran inmutables. Pero mutan. Todo ha mutado. Solo la enorme pereza que
nos induce a conservar en algodón nuestros hábitos mentales “de toda la vida”,
hace que sigamos hablando del mundo real que perciben nuestros sentidos como si
fuera el mismo de ayer.
En el contexto de ese
ayer ya inexistente, una gran empresa era un grupo humano homogéneo e integrado,
radicado en un lugar físico concreto, que podía llegar a desarrollar todo o
casi todo un ciclo productivo desde el origen, la materia prima, hasta el final,
la comercialización, y la distribución e incluso el despacho del producto acabado al
cliente, al por mayor o al detall.
Aquel género de
negocio era congruente con el escalón tecnológico vigente en la época. Al
propietario le salía a cuenta integrar los procesos, fijándolos en un lugar
determinado y sometiéndolos a un control exhaustivo (el de sus managers de
confianza, el de sus ingenieros, el de sus cronometradores, el de sus agentes
comerciales) y prácticamente absoluto porque la democracia se detenía en las
puertas de la fábrica.
En aquella época
importaba mucho la coordinación y el know-how
de unas plantillas que trabajaban en cadenas. El trabajo mecánico, no
inteligente, estaba bien valorado. Siempre fue el sueño del patrón que la
fuerza de trabajo pudiera reducirse a una entidad abstracta, en la que cada
pieza (persona) averiada pudiera ser sustituida de inmediato por otra, sin
merma del resultado. Sin la menor duda las reivindicaciones salariales de los sindicatos
activos en la empresa le parecían un puto robo, pero examinando su baremo de pérdidas
y ganancias, sabía que en determinados momentos le interesaba ceder.
Cuando el cronómetro
fue sustituido por el ordenador como “organizador” (qué bien puesto está el
nombre de “ordenador”) de la producción, todo mutó. El ojo del amo ya no
engordaba el caballo; para eso estaba el control a distancia de los algoritmos,
mucho más eficaces que los capataces y los cronometradores en la detección de
la productividad y en la eficiencia novedosa del just in time, que ahorra el amontonamiento engorroso de stocks de
difícil salida.
De modo que todo el
paisaje cambió. Se extinguieron los “dinosaurios”, es decir los grandes
conglomerados de compañías con decenas de miles de trabajadores, y el proceso
productivo se fragmentó y se desglosó en decenas o centenares de procesos
ensamblados unos a otros a partir de las decisiones tomadas en un cuartel
general establecido en ninguna parte, con asesoramientos fugaces remunerados
con minutas etéreas, con el trabajo duro externalizado hacia lugares de mano de
obra barata, y con la acumulación de beneficios atesorada en la oscuridad de cajas
fuertes ubicadas en los sótanos de sucursales bancarias operantes en paraísos
fiscales.
Es en el curso de
ese proceso de codicia y voracidad creciente del selecto club mundial de los
accionistas, cuando las nuevas plataformas emprendedoras, reducidas a un núcleo
(core) mínimo de actividades
esenciales (el logo, las patentes, algunas actividades ultrasecretas de I + D,
y, muy en particular, el lobby ante
los gobiernos y las instituciones políticas para asegurarse contratos públicos,
y otras ventajas económicas y fiscales duraderas), están viendo la utilidad de emplear
a fondo todo el capital y el potencial de influencia acumulados para diversificar
el negocio y expandirlo en nuevas direcciones, surfeando la ola imparable de la
innovación que poco a poco va invadiendo nuevos sectores.
Así, no es que las
empresas “se adapten al modelo que impone el avance tecnológico”, como explica
María Fernández, sino que se sitúan en la estela que dejan las grandes
surfeadoras del cibernegocio, como Apple.
En este nuevo paisaje
global se han multiplicado exponencialmente los contratos entre empresas;
llamémosles joint ventures, por más
que el nombre queda ya desfasado en relación con la realidad.
La realidad es que
existen en cada sector empresas “dominantes”, que multiplican sus contactos marcando
siempre de forma taxativa las condiciones que habrá de cumplir la otra parte
contratante, y empresas “subordinadas”, más débiles y desvalidas, que se
agarran como clavo ardiendo al contrato ofrecido por una grande para no cerrar
las puertas.
La desigualdad extrema
como norma imperante en el mercado impone así una especie de nuevo vasallaje en
las relaciones entre empresas teóricamente iguales. Las que están en la punta
de la cadena de valor extraen plusvalía de su posición privilegiada; las que
contratan porque no les queda otro remedio, apenas llegan a ofrecer a sus
empleados un “trabajo pobre”, con salarios a la baja, a menudo insuficientes para vivir.
La posición de las
franquicias y la incidencia de las start-ups
en este esquema no son más que sueño de la razón. La aporía de Zenón se
traslada a los tiempos modernos: el veloz Aquiles nunca podrá alcanzar a la
tortuga que le cierra el paso con su tozuda cachaza.
La tortuga arrambla
paradójicamente con la parte del león de la riqueza creada. Y solo será posible
romper esa maldición cuando el movimiento ─también global─ de la contraparte, las/los
trabajadoras/es de toda condición, se demuestre andando.