domingo, 31 de marzo de 2019

EMPRESAS MUTANTES


«Llegan las empresas mutantes», alerta María Fernández hoy en elpais negocios. A buenas horas, mangas verdes. Hace bastantes años ya que las empresas mutaron y conformaron un nuevo mapa económico en el que todos los puntos cardinales cambiaron de pronto de lugar. “Empresa”, “mercado”, “trabajo”, incluso “capitalismo”: seguimos hablando de esos poderosos iconos de la economía como si existieran desde siempre y fueran inmutables. Pero mutan. Todo ha mutado. Solo la enorme pereza que nos induce a conservar en algodón nuestros hábitos mentales “de toda la vida”, hace que sigamos hablando del mundo real que perciben nuestros sentidos como si fuera el mismo de ayer.

En el contexto de ese ayer ya inexistente, una gran empresa era un grupo humano homogéneo e integrado, radicado en un lugar físico concreto, que podía llegar a desarrollar todo o casi todo un ciclo productivo desde el origen, la materia prima, hasta el final, la comercialización, y la distribución e incluso el despacho del producto acabado al cliente, al por mayor o al detall.

Aquel género de negocio era congruente con el escalón tecnológico vigente en la época. Al propietario le salía a cuenta integrar los procesos, fijándolos en un lugar determinado y sometiéndolos a un control exhaustivo (el de sus managers de confianza, el de sus ingenieros, el de sus cronometradores, el de sus agentes comerciales) y prácticamente absoluto porque la democracia se detenía en las puertas de la fábrica.

En aquella época importaba mucho la coordinación y el know-how de unas plantillas que trabajaban en cadenas. El trabajo mecánico, no inteligente, estaba bien valorado. Siempre fue el sueño del patrón que la fuerza de trabajo pudiera reducirse a una entidad abstracta, en la que cada pieza (persona) averiada pudiera ser sustituida de inmediato por otra, sin merma del resultado. Sin la menor duda las reivindicaciones salariales de los sindicatos activos en la empresa le parecían un puto robo, pero examinando su baremo de pérdidas y ganancias, sabía que en determinados momentos le interesaba ceder.

Cuando el cronómetro fue sustituido por el ordenador como “organizador” (qué bien puesto está el nombre de “ordenador”) de la producción, todo mutó. El ojo del amo ya no engordaba el caballo; para eso estaba el control a distancia de los algoritmos, mucho más eficaces que los capataces y los cronometradores en la detección de la productividad y en la eficiencia novedosa del just in time, que ahorra el amontonamiento engorroso de stocks de difícil salida.

De modo que todo el paisaje cambió. Se extinguieron los “dinosaurios”, es decir los grandes conglomerados de compañías con decenas de miles de trabajadores, y el proceso productivo se fragmentó y se desglosó en decenas o centenares de procesos ensamblados unos a otros a partir de las decisiones tomadas en un cuartel general establecido en ninguna parte, con asesoramientos fugaces remunerados con minutas etéreas, con el trabajo duro externalizado hacia lugares de mano de obra barata, y con la acumulación de beneficios atesorada en la oscuridad de cajas fuertes ubicadas en los sótanos de sucursales bancarias operantes en paraísos fiscales.

Es en el curso de ese proceso de codicia y voracidad creciente del selecto club mundial de los accionistas, cuando las nuevas plataformas emprendedoras, reducidas a un núcleo (core) mínimo de actividades esenciales (el logo, las patentes, algunas actividades ultrasecretas de I + D, y, muy en particular, el lobby ante los gobiernos y las instituciones políticas para asegurarse contratos públicos, y otras ventajas económicas y fiscales duraderas), están viendo la utilidad de emplear a fondo todo el capital y el potencial de influencia acumulados para diversificar el negocio y expandirlo en nuevas direcciones, surfeando la ola imparable de la innovación que poco a poco va invadiendo nuevos sectores.

Así, no es que las empresas “se adapten al modelo que impone el avance tecnológico”, como explica María Fernández, sino que se sitúan en la estela que dejan las grandes surfeadoras del cibernegocio, como Apple.

En este nuevo paisaje global se han multiplicado exponencialmente los contratos entre empresas; llamémosles joint ventures, por más que el nombre queda ya desfasado en relación con la realidad.

La realidad es que existen en cada sector empresas “dominantes”, que multiplican sus contactos marcando siempre de forma taxativa las condiciones que habrá de cumplir la otra parte contratante, y empresas “subordinadas”, más débiles y desvalidas, que se agarran como clavo ardiendo al contrato ofrecido por una grande para no cerrar las puertas.

La desigualdad extrema como norma imperante en el mercado impone así una especie de nuevo vasallaje en las relaciones entre empresas teóricamente iguales. Las que están en la punta de la cadena de valor extraen plusvalía de su posición privilegiada; las que contratan porque no les queda otro remedio, apenas llegan a ofrecer a sus empleados un “trabajo pobre”, con salarios a la baja, a menudo insuficientes para vivir.

La posición de las franquicias y la incidencia de las start-ups en este esquema no son más que sueño de la razón. La aporía de Zenón se traslada a los tiempos modernos: el veloz Aquiles nunca podrá alcanzar a la tortuga que le cierra el paso con su tozuda cachaza.

La tortuga arrambla paradójicamente con la parte del león de la riqueza creada. Y solo será posible romper esa maldición cuando el movimiento ─también global─ de la contraparte, las/los trabajadoras/es de toda condición, se demuestre andando.