lunes, 11 de marzo de 2019

EL ESTADO IMPRESCINDIBLE



Mariana Mazzucato

Leo el artículo de Javier Martín-Arroyo en elpais, “La estricta dieta para el empleo de Abengoa”, con una sensación de déjà-vu. De la empresa hablaba Javier Aristu en el último número de Pasos a la Izquierda (1), encabezando su análisis con un aviso prudente a navegantes: “Aprender del pasado, no repetirlo”. Lo decía por otras cosas, pero el consejo también es pertinente respecto del sueño de una empresa familiar andaluza que llegó a ser puntera en tecnologías limpias. Hoy Abengoa, ya con un formato distinto y asumidas sus limitaciones, se niega a desaparecer. Buena noticia. Martín-Arroyo señala cómo, después de 40 EREs en tres años y de perder más de la mitad de su plantilla, afronta la última etapa de una reestructuración dramática que puede contar en su apoyo con algunos grandes contratos internacionales por un global de 1.500 millones de euros: entre ellos la instalación del parque solar mayor del mundo en Dubai, y de una desalinizadora en Arabia Saudí.

Mientras, el mercado interior de las tecnologías limpias sigue prácticamente parado en España. Abengoa no ha sido profeta en su patria. Tampoco lo fue la empresa Solyndra en California, obligada a cerrar por un accionariado impaciente, que no quería oír hablar de innovación ni de futuro, sino únicamente de dividendos a corto plazo. Estoy leyendo su historia en el libro de Mariana Mazzucato “The Entrepreneurial State” (El Estado emprendedor).

Mazzucato es profesora de Economía de la Innovación y del Valor Público en el University College de Londres. No es una cualquiera en este terreno; ha recibido en 2018 el Premio Leontieff que se concede a los avances en las fronteras del pensamiento económico.

Sus análisis giran en torno a dos grandes temas relacionados con la innovación: el primero es que, en el I+D, la “I” (investigación básica) es sobre todo cosa del Estado, porque requiere periodos de tiempo muy amplios, de quince a veinte años como mínimo, de trabajo paciente de altísimo nivel, antes de empezar a dar frutos, si entendemos por “frutos” el rendimiento comercial capaz de generar beneficios financieros. El Estado está obligado a “pensar en grande” (think big), porque trabaja para el bien común, para el ciudadano y el contribuyente. El Estado debe asumir y dirigir una línea económica orientada al progreso social, y ser en ese campo no solo una instancia que allane el camino a los capitales privados, sino un patrón activo y paciente, porque con el trabajo de sus institutos, agencias y universidades está creando oportunidades reales de mejora para todos.

El capitalista privado responde a estímulos muy distintos: es egoísta y en muchos casos ruin, tiende a apostar siempre sobre seguro, está orientado hacia el beneficio privado, y el bien común y el progreso social son las menores de sus preocupaciones.

El segundo tema en el que insisten en particular los análisis de Mazzucato es la propuesta de un reequilibrio entre lo público y lo privado a partir de una simbiosis de intereses económicos que beneficie a ambos, en lugar del parasitismo de lo público por lo privado actualmente predominante.

Dicho con las palabras de Mazzucato: «El sector privado extrae beneficios de un Estado al que simultáneamente rehúsa financiar.» La situación después de la última crisis global es tal que se imponen trabas férreas al Estado (prohibición de déficit en los presupuestos, sin que se plantee en ningún momento el para qué de ese déficit y la lógica de esos presupuestos) y se le pide en cambio que incentive mediante exenciones de impuestos, o tratos fiscales de favor, a las grandes compañías que en teoría (solo en teoría) son la punta de lanza de la innovación.

De ese modo el Estado se desangra, y se obstaculiza la repetición de historias de éxito tales como la expansión mundial de Internet y de las startups de Silicon Valley, flores brotadas después de un largo trabajo de abono y regadío realizado por el Estado empresario. El sector privado se centra sobre todo en la “D” (desarrollo, o investigación aplicada) del I+D. Trabaja a partir de los hallazgos básicos de científicos y técnicos formados en las aulas de las universidades públicas y contratados por las agencias estatales para desarrollar programas concretos relacionados con la innovación. Ese trabajo cristaliza finalmente en patentes comerciales, que derivan el gran río de la innovación hacia canales, canalillos y acequias con las que los inversores privados riegan sus beneficios privados. Pero la gran corriente generada desde las finanzas públicas no revierte en beneficios para el conjunto de quienes las hicieron posibles con el pago puntual de sus impuestos. El capital privado chupa esa sangre y engorda a costa del común.

Ahora mismo falta además la predisposición del Estado a intervenir activamente en la economía, en un contexto geopolítico que ha dado una vuelta completa de dentro afuera, como un calcetín puesto del revés. Las potencias que están invirtiendo actualmente en innovación en torno a las energías limpias son, sobre todo, China y Alemania, que se toma muy en serio no solo el plan Industrie 4.0, sino también la Energiewende, la transición energética. Estados Unidos está en una situación ambigua de start and stop, Gran Bretaña se deja arrastrar perezosamente por la corriente, y una parte al menos de España se sitúa orgullosamente en el pelotón de los torpes. Recuerden al hombre de Pontevedra negando el cambio climático porque su primo, que es doctor en Física, no sabe qué tiempo hará de aquí a dos semanas.

No todo es negativo. En España tenemos desde hace muy poco tiempo un ministerio de la Transición Ecológica. ¿Les suena? Demasiado poco tiempo, sin embargo, para que su titular, Teresa Ribera, haya podido generar dinámicas positivas en torno a programas avanzados susceptibles de cambiar nuestras vidas de una forma más radical todavía a como lo ha hecho Internet. De un mundo no renovable que agoniza utilizando las energías contaminantes generadas por el carbón y los hidrocarburos, se trata de pasar a otro que va a utilizar energías sostenibles, hídricas, solares, eólicas y geotérmicas. Una revolución verde potenciada por toda la tecnología punta que hemos incorporado recientemente a nuestra forma de vivir.

Las penurias de Abengoa y de Solyndra se inscriben en los errores propios de concepción y de organización de empresas que pretendieron situarse en la vanguardia de un tiempo nuevo, pero también en el parón a la investigación y a la innovación consecuente a la gran crisis global de 2008. Fue entonces cuando agencias transnacionales y troikas impusieron a los Estados el diktat de la contención en abstracto del gasto, a cambio de liberar las supuestas energías innovadoras de los conglomerados de empresas y grupos financieros transnacionales.

Abengoa no solo se vio perjudicada en su trayectoria por la perspectiva errónea de unos beneficios inminentes que nunca llegaron, sino también por la campaña de lobbying de las eléctricas tradicionales, decididas a hundir las alternativas para sacar el máximo provecho de sus infraestructuras ya obsoletas y de sus economías de escala plenamente desarrolladas, con la complicidad de un Estado gazmoño y pusilánime que prefirió cortar las alas de las tecnologías limpias para entregarse a “lo seguro”, a cambio en ciertos casos de pingües comisiones y colocaciones remuneradas en los consejos de administración para políticos destacados que están en la mente de todos.

Esa es la historia que importa revertir.