Mariana Mazzucato
Leo el artículo de
Javier Martín-Arroyo en elpais, “La estricta dieta para el empleo de Abengoa”,
con una sensación de déjà-vu. De la
empresa hablaba Javier Aristu en el último número de Pasos a la Izquierda (1),
encabezando su análisis con un aviso prudente a navegantes: “Aprender del
pasado, no repetirlo”. Lo decía por otras cosas, pero el consejo también es
pertinente respecto del sueño de una empresa familiar andaluza que llegó a ser
puntera en tecnologías limpias. Hoy Abengoa, ya con un formato distinto y asumidas
sus limitaciones, se niega a desaparecer. Buena noticia. Martín-Arroyo señala
cómo, después de 40 EREs en tres años y de perder más de la mitad de su
plantilla, afronta la última etapa de una reestructuración dramática que puede
contar en su apoyo con algunos grandes contratos internacionales por un global
de 1.500 millones de euros: entre ellos la instalación del parque solar mayor
del mundo en Dubai, y de una desalinizadora en Arabia Saudí.
Mientras, el
mercado interior de las tecnologías limpias sigue prácticamente parado en
España. Abengoa no ha sido profeta en su patria. Tampoco lo fue la empresa Solyndra
en California, obligada a cerrar por un accionariado impaciente, que no quería
oír hablar de innovación ni de futuro, sino únicamente de dividendos a corto
plazo. Estoy leyendo su historia en el libro de Mariana Mazzucato “The Entrepreneurial State” (El Estado
emprendedor).
Mazzucato es
profesora de Economía de la Innovación y del Valor Público en el University
College de Londres. No es una cualquiera en este terreno; ha recibido en 2018
el Premio Leontieff que se concede a los avances en las fronteras del
pensamiento económico.
Sus análisis giran
en torno a dos grandes temas relacionados con la innovación: el primero es que,
en el I+D, la “I” (investigación básica) es sobre todo cosa del Estado, porque requiere
periodos de tiempo muy amplios, de quince a veinte años como mínimo, de trabajo
paciente de altísimo nivel, antes de empezar a dar frutos, si entendemos por “frutos”
el rendimiento comercial capaz de generar beneficios financieros. El Estado
está obligado a “pensar en grande” (think
big), porque trabaja para el bien común, para el ciudadano y el
contribuyente. El Estado debe asumir y dirigir una línea económica orientada al
progreso social, y ser en ese campo no solo una instancia que allane el camino
a los capitales privados, sino un patrón activo y paciente, porque con el
trabajo de sus institutos, agencias y universidades está creando oportunidades
reales de mejora para todos.
El capitalista
privado responde a estímulos muy distintos: es egoísta y en muchos casos ruin, tiende
a apostar siempre sobre seguro, está orientado hacia el beneficio privado, y el
bien común y el progreso social son las menores de sus preocupaciones.
El segundo tema en el
que insisten en particular los análisis de Mazzucato es la propuesta de un reequilibrio
entre lo público y lo privado a partir de una simbiosis de intereses económicos que beneficie a ambos,
en lugar del parasitismo de lo público por lo privado actualmente predominante.
Dicho con las palabras
de Mazzucato: «El sector privado extrae beneficios de un Estado al que
simultáneamente rehúsa financiar.» La situación después de la última crisis
global es tal que se imponen trabas férreas al Estado (prohibición de déficit
en los presupuestos, sin que se plantee en ningún momento el para qué de ese déficit y la lógica de
esos presupuestos) y se le pide en cambio que incentive mediante exenciones de
impuestos, o tratos fiscales de favor, a las grandes compañías que en teoría (solo en teoría) son
la punta de lanza de la innovación.
De ese modo el
Estado se desangra, y se obstaculiza la repetición de historias de éxito tales como
la expansión mundial de Internet y de las startups de Silicon Valley, flores brotadas
después de un largo trabajo de abono y regadío realizado por el Estado
empresario. El sector privado se centra sobre todo en la “D” (desarrollo, o investigación aplicada) del
I+D. Trabaja a partir de los hallazgos básicos de científicos y técnicos
formados en las aulas de las universidades públicas y contratados por las
agencias estatales para desarrollar programas concretos relacionados con la
innovación. Ese trabajo cristaliza finalmente en patentes comerciales, que
derivan el gran río de la innovación hacia canales, canalillos y acequias con
las que los inversores privados riegan sus beneficios privados. Pero la gran
corriente generada desde las finanzas públicas no revierte en beneficios para
el conjunto de quienes las hicieron posibles con el pago puntual de sus
impuestos. El capital privado chupa esa sangre y engorda a costa del común.
Ahora mismo falta
además la predisposición del Estado a intervenir activamente en la economía, en
un contexto geopolítico que ha dado una vuelta completa de dentro afuera, como
un calcetín puesto del revés. Las potencias que están invirtiendo actualmente
en innovación en torno a las energías limpias son, sobre todo, China y
Alemania, que se toma muy en serio no solo el plan Industrie 4.0, sino también la Energiewende,
la transición energética. Estados Unidos está en una situación ambigua de
start and stop, Gran Bretaña se deja arrastrar perezosamente por la corriente,
y una parte al menos de España se sitúa orgullosamente en el pelotón de los torpes.
Recuerden al hombre de Pontevedra negando el cambio climático porque su primo,
que es doctor en Física, no sabe qué tiempo hará de aquí a dos semanas.
No todo es
negativo. En España tenemos desde hace muy poco tiempo un ministerio de la Transición
Ecológica. ¿Les suena? Demasiado poco tiempo, sin embargo, para que su titular,
Teresa Ribera, haya podido generar dinámicas positivas en torno a programas
avanzados susceptibles de cambiar nuestras vidas de una forma más radical
todavía a como lo ha hecho Internet. De un mundo no renovable que agoniza
utilizando las energías contaminantes generadas por el carbón y los
hidrocarburos, se trata de pasar a otro que va a utilizar energías sostenibles,
hídricas, solares, eólicas y geotérmicas. Una revolución verde potenciada por
toda la tecnología punta que hemos incorporado recientemente a nuestra forma de
vivir.
Las penurias de
Abengoa y de Solyndra se inscriben en los errores propios de concepción y de
organización de empresas que pretendieron situarse en la vanguardia de un
tiempo nuevo, pero también en el parón a la investigación y a la innovación
consecuente a la gran crisis global de 2008. Fue entonces cuando agencias
transnacionales y troikas impusieron a los Estados el diktat
de la contención en abstracto del gasto, a cambio de liberar las supuestas energías
innovadoras de los conglomerados de empresas y grupos financieros
transnacionales.
Abengoa no solo se
vio perjudicada en su trayectoria por la perspectiva errónea de unos beneficios
inminentes que nunca llegaron, sino también por la campaña de lobbying de las eléctricas
tradicionales, decididas a hundir las alternativas para sacar el máximo
provecho de sus infraestructuras ya obsoletas y de sus economías de escala plenamente
desarrolladas, con la complicidad de un Estado gazmoño y pusilánime que
prefirió cortar las alas de las tecnologías limpias para entregarse a “lo
seguro”, a cambio en ciertos casos de pingües comisiones y colocaciones remuneradas en los
consejos de administración para políticos destacados que están en la mente de
todos.
Esa es la historia
que importa revertir.