¿Y por qué no
habíamos de pedir perdón por la Conquista? Aquello fue una barbaridad, dicho en
plata; en plata americana, por más señas.
Sí, pasó hace 500
años y quién se acuerda ya. Sí, otros hicieron barrabasadas peores. Pero
también es cierto que suelen ser más discretos, y no hacen como Pablo Casado
que anda diciendo en público que aquel fue el momento más brillante de la
historia de la humanidad.
(Deberíamos pedir
perdón al mundo por Pablo Casado, por cierto, que no se me olvide. Ese hombre
es de vergüenza ajena.)
Solemos poner al
padre Las Casas como coartada. Cuando conviene se saca del cajón y se exhibe a
la concurrencia. Qué finura de conciencia, qué valiente defensa del alma de los
indios. Preferimos soslayar el hecho de que en la España imperial del Siglo de
Oro el hombre fue considerado casi unánimemente como un jodío aguafiestas. Sin
contar con su posición acerca de los negros africanos, los cuales por desgracia
no llegaron a entrar nunca en su riguroso concepto de humanidad provista de
alma.
Pelillos a la mar.
Pidamos perdón también por Fray Bartolomé y su género humano escindido. Todo el
problema puede quedar englobado ─y perdonado─ en el mismo paquete.
El cristianismo, el
judaísmo y el islam, los tres a una, deberían pedir perdón al mundo, incluido
el presidente López Obrador, por el diluvio universal; y muy en especial al
colectivo LGTBI, por el fuego del cielo que arrasó Sodoma, Gomorra y las
restantes ciudades de la llanura, menos publicitadas pero igualmente
desaparecidas.
Tendría que ser una
práctica habitual para todos, creyentes o no, pedir repetidamente perdón por
tantas deudas históricas no pagadas. Pedir perdón no ya siete veces al día sino setenta
veces siete.
En Love Story, una novela olvidable que dio
lugar a una película también olvidable que estuvo de moda hace ya muchos años,
uno de los personajes decía una de esas frases definitivas que luego en la red
suelen ser atribuidas a Paulo Coelho: «Amar es no tener que decir nunca “lo
siento”.»
Más justo, quizás,
sería sostener que amar es decir “lo siento” en tantas ocasiones como uno
sienta que de verdad lo siente.
La destrucción de
las civilizaciones precolombinas, el genocidio de la población autóctona, la esclavización
de la fuerza de trabajo en las minas y en las encomiendas, y la conversión
forzosa a una religión extraña, son episodios constatados de la historia de la
humanidad. ¿Tanto nos cuesta decir que sentimos aquella siniestra epopeya
protagonizada por nuestros antepasados directos? ¿Sin entrar en comparaciones, en
disquisiciones ociosas y en la práctica consuetudinaria el “y tú más”?