viernes, 8 de marzo de 2019

LONDRES DE LAS MUJERES. CRÓNICA SENTIMENTAL



Mary Beard, historiadora, académica y charlista eminente sobre el mundo clásico grecolatino y sus prolongaciones en el mundo en que vivimos. Según cuenta, en cada ocasión en que se asoma a la pantalla pequeña para hablar de nuestras cosas, hay tuiteros que a) se acuerdan intensamente de su familia, y b) le recuerdan que lo suyo, por estricta limitación de género, no es disertar sino fregar suelos.

Carmen y yo hemos pasado una semana en Londres. Hemos ido a visitar a nuestros hijos Carles y Karina, que se han instalado a vivir y a trabajar en un piso alto y muy luminoso de un barrio un poco suburbano y un mucho multicultural aunque, por esa misma razón, típicamente británico. Son paradojas de la vida, nada es sencillo, ni siquiera la mentalidad que conduce al Brexit.

Carmen y yo no solo íbamos a visitarles a ellos, también a nosotros mismos. Cumplimos (ayer) cuarenta y nueve años de casados. A estas alturas, no sabemos del todo si se trata de una celebración o de una maldición (nada es sencillo, queda dicho en el párrafo anterior). En alguna ocasión en la que ha sido presentada como “mi mujer”, Carmen ha precisado: «Bueno, eso además.» Quiere decir que ella es ella en primer lugar. Normal. ¿Obvio? No del todo. A veces me viene un ramalazo orteguiano y pienso de mí mismo que yo somos nosotros.

Y luego estaba ahí Londres, una ciudad grandilocuente y arrogante. Dos recorridos urbanos pueden resumir lo que tiene de “fachada” universal, global. El primero es un paseo a pie por Regent Street, entre los dos Circus de Oxford y de Piccadilly. Verán allí una de las mayores acumulaciones por metro cuadrado de columnas exentas, pilastras encastradas, frontones, arcos truncados, medallones en piedra y guirnaldas y marcos florales esculpidos en torno a grandes ventanales. Toda la pretenciosidad arquitectónica de la capital de un imperio mundial ya fenecido.

El otro es un paseo en motonave por el Támesis, desde el Westminster Pier hasta el Bankside, donde está la Tate Modern. El skyline se ha poblado, junto a los grandes monumentos clásicos, de extrañas burbujas irregulares de cristal, de agujas arquitectónicas metálicas que parecen querer penetrar el techo de nubarrones bajos, y de construcciones extravagantes que varían de forma y de volumen según el punto de vista; por no hablar de una noria gigantesca que emite de noche un resplandor carmesí. Es el Londres posmoderno, más pretencioso todavía que el imperial, que afronta el Brexit desde la extraña convicción de que «ellos nos necesitan más de lo que nosotros les necesitamos a ellos.» Difícil diálogo.

Ayer fue nuestro aniversario de boda y hoy es el día de las mujeres trabajadoras (las únicas mujeres auténticas, si es que hay otras). En Londres nos cruzamos con varias damas notables. Muy cerca del cuchitril de Fitzrovia donde recalamos Carmen y yo en un intento poco fructuoso de contener el déficit insostenible de nuestro presupuesto, estaba la casa de Virginia Woolf. La vimos a ella de refilón, pálida y como desorientada, subir a un cab para ir a visitar a algún amigo, quizá Keynes, o a alguna amiga del alma, quizá Vita.

En los jardines de Kensington, cerca del Serpentine, vimos pasar, a lomos de una magnífica yegua, a Lady Chatterley, seguida a un par de pasos de distancia por un atlético mozo de cuadra también jinete sobre un percherón poderoso. La dama respiraba a pleno pulmón el aire frío de primera hora de la tarde. No llovía, pero había llovido una hora antes y podía volver a caer en cualquier momento. La atmósfera estaba cargada de electricidad y de inestabilidad.

En un día más bonancible y en otro jardín, Ranelagh Gardens, en Chelsea, Chuli Christie paseaba a pie con un perro de raza afgana inverosímilmente grande y estilizado. La saludé al pasar:

─ ¡Cuánto nos hemos amado tú y yo, Chuli!

La edad venerable ha respetado en buena medida los bellos rasgos del rostro de la actriz, y en particular sus ojos ¿verdes?, inmensos y profundos, que se detuvieron un instante a mirarme sin curiosidad.

─ ¿Debería acordarme? ─ me preguntó.

─ Tú fuiste Lara Fiodorovna y yo era Zhivago ─ le recordé en voz baja y sobrecogida.

─ ¡Jesús! ─ exclamó por todo comentario. Y siguió imperturbable su paseo.

En Foley’s compré dos libros, los dos escritos por mujeres. De Mariana Mazzucato y su Entrepreneurial State (nueva edición, 2018), hablaré en otra ocasión. El panfleto, en el mejor sentido de la palabra, Women & Power, de Mary Beard (“Las mujeres y el poder”; veo que, a pesar de su aparición muy reciente, ya tiene traducción española, en Crítica. Lo recomiendo sin reservas), que compré para regalarlo a mi hija (los dos somos fans de Mary), viene como pedrada en ojo de boticario en el día de hoy, día de tantas mujeres como están haciendo cosas continuamente, y a las que muchos, demasiados, varones intentan silenciar, o recluir, o “domar”. Una de las comedias más idiotas de Will Shakespeare, que también las tiene, es La doma de la bravía (The Taming of the Shrew), que alguna alma de cántaro vino a traducir como La fierecilla domada.

Varios siglos después, es el momento de comprobar que las bravías siguen indomables.