Mary Beard, historiadora, académica y charlista eminente sobre el mundo clásico grecolatino y sus prolongaciones en el mundo en que vivimos. Según cuenta, en cada ocasión en que se asoma a la pantalla pequeña para hablar de nuestras cosas, hay tuiteros que a) se acuerdan intensamente de su familia, y b) le recuerdan que lo suyo, por estricta limitación de género, no es disertar sino fregar suelos.
Carmen y yo hemos
pasado una semana en Londres. Hemos ido a visitar a nuestros hijos Carles y
Karina, que se han instalado a vivir y a trabajar en un piso alto y muy
luminoso de un barrio un poco suburbano y un mucho multicultural aunque, por
esa misma razón, típicamente británico. Son paradojas de la vida, nada es
sencillo, ni siquiera la mentalidad que conduce al Brexit.
Carmen y yo no solo
íbamos a visitarles a ellos, también a nosotros mismos. Cumplimos (ayer)
cuarenta y nueve años de casados. A estas alturas, no sabemos del todo si se
trata de una celebración o de una maldición (nada es sencillo, queda dicho en
el párrafo anterior). En alguna ocasión en la que ha sido presentada como “mi
mujer”, Carmen ha precisado: «Bueno, eso además.» Quiere decir que ella es ella
en primer lugar. Normal. ¿Obvio? No del todo. A veces me viene un ramalazo
orteguiano y pienso de mí mismo que yo somos nosotros.
Y luego estaba ahí
Londres, una ciudad grandilocuente y arrogante. Dos recorridos urbanos pueden
resumir lo que tiene de “fachada” universal, global. El primero es un paseo a
pie por Regent Street, entre los dos Circus de Oxford y de Piccadilly. Verán
allí una de las mayores acumulaciones por metro cuadrado de columnas exentas,
pilastras encastradas, frontones, arcos truncados, medallones en piedra y guirnaldas
y marcos florales esculpidos en torno a grandes ventanales. Toda la pretenciosidad arquitectónica de la capital de un imperio mundial ya fenecido.
El otro es un paseo
en motonave por el Támesis, desde el Westminster Pier hasta el Bankside, donde
está la Tate Modern. El skyline se ha
poblado, junto a los grandes monumentos clásicos, de extrañas burbujas
irregulares de cristal, de agujas arquitectónicas metálicas que parecen querer penetrar
el techo de nubarrones bajos, y de construcciones extravagantes que varían de
forma y de volumen según el punto de vista; por no hablar de una noria
gigantesca que emite de noche un resplandor carmesí. Es el Londres posmoderno,
más pretencioso todavía que el imperial, que afronta el Brexit desde la extraña
convicción de que «ellos nos necesitan más de lo que nosotros les necesitamos a
ellos.» Difícil diálogo.
Ayer fue nuestro
aniversario de boda y hoy es el día de las mujeres trabajadoras (las únicas
mujeres auténticas, si es que hay otras). En Londres nos cruzamos con varias damas
notables. Muy cerca del cuchitril de Fitzrovia donde recalamos Carmen y yo en
un intento poco fructuoso de contener el déficit insostenible de nuestro
presupuesto, estaba la casa de Virginia Woolf. La vimos a ella de refilón,
pálida y como desorientada, subir a un cab para ir a visitar a algún amigo,
quizá Keynes, o a alguna amiga del alma, quizá Vita.
En los jardines de
Kensington, cerca del Serpentine, vimos pasar, a lomos de una magnífica yegua, a
Lady Chatterley, seguida a un par de pasos de distancia por un atlético mozo de
cuadra también jinete sobre un percherón poderoso. La dama respiraba a pleno
pulmón el aire frío de primera hora de la tarde. No llovía, pero había llovido
una hora antes y podía volver a caer en cualquier momento. La atmósfera estaba
cargada de electricidad y de inestabilidad.
En un día más
bonancible y en otro jardín, Ranelagh Gardens, en Chelsea, Chuli Christie paseaba
a pie con un perro de raza afgana inverosímilmente grande y estilizado. La
saludé al pasar:
─ ¡Cuánto nos hemos
amado tú y yo, Chuli!
La edad venerable ha
respetado en buena medida los bellos rasgos del rostro de la actriz, y en
particular sus ojos ¿verdes?, inmensos y profundos, que se detuvieron un
instante a mirarme sin curiosidad.
─ ¿Debería
acordarme? ─ me preguntó.
─ Tú fuiste Lara
Fiodorovna y yo era Zhivago ─ le recordé en voz baja y sobrecogida.
─ ¡Jesús! ─ exclamó
por todo comentario. Y siguió imperturbable su paseo.
En Foley’s compré
dos libros, los dos escritos por mujeres. De Mariana Mazzucato y su Entrepreneurial State (nueva edición,
2018), hablaré en otra ocasión. El panfleto, en el mejor sentido de la palabra,
Women & Power, de Mary Beard (“Las
mujeres y el poder”; veo que, a pesar de su aparición muy reciente, ya tiene
traducción española, en Crítica. Lo recomiendo sin reservas), que compré para regalarlo
a mi hija (los dos somos fans de
Mary), viene como pedrada en ojo de boticario en el día de hoy, día de tantas
mujeres como están haciendo cosas continuamente, y a las que muchos, demasiados, varones intentan silenciar, o recluir,
o “domar”. Una de las comedias más idiotas de Will Shakespeare, que también las
tiene, es La doma de la bravía (The
Taming of the Shrew), que alguna alma de cántaro vino a traducir como La fierecilla domada.
Varios siglos
después, es el momento de comprobar que las bravías siguen indomables.