jueves, 12 de junio de 2014

BERLÍN Y LA MEMORIA TRANSPARENTE





Ni Carmen ni yo habíamos estado nunca antes en Berlín, de modo que lo hemos visitado al tuntún, un poco a ver qué es lo que había. Lo que había ha incluido algunas sorpresas agradables, como ese encuentro sorpresa en un parque con tito Carlos y tito Federico (excelentes personas, los dos), del que deja constancia la fotografía.

Berlín quedó arrasada hará sus sesenta años por muchas y muchas y muchas toneladas de bombas. La reconstrucción ha sido larga: aún continúa en buena medida. Ha habido tiempo, por tanto, para trabajar con sentido e intención, y el resultado es que hoy la ciudad es una especie de aleph al modo de Borges, un lugar mágico donde la historia se condensa y la memoria se hace transparente. 

Contribuyen a esa transparencia de la memoria los centenares de museos berlineses de todas las temáticas y contenidos posibles. No estoy hablando de museos de chichinabo, de los de a siete la media docena. Muy al contrario. Sin ir más lejos el Museo de Pérgamo, donde pasamos Carmen y yo la mañana del martes, tiene uno de los ratings más altos de la escala Richter de los museos del mundo, o sea, es un museo del puto copón, y no exagero una tilde.

Pero no son sólo los museos. Foster hizo una cúpula nueva para el Reichstag. La hizo de perfil bajo, uno, y transparente, dos, de modo que vista de lejos sólo se ve la armazón de hierros que la sostiene, y da la sensación de un edificio en ruinas. En Postdamer Platz, reconstruida varias veces a lo largo de su historia, y uno de los puntos neurálgicos del recorrido del Muro, la nueva arquitectura de armatostes caóticos de acero y cristal, como el edificio Sony y otros vecinos, semeja una tremenda explosión solidificada.

Los dos puntos álgidos de esa memoria berlinesa de las catástrofes sucesivas son el Holocausto y el Muro. En el tema del Muro encontré una concesión chabacana a la comercialidad: en el Checkpoint Charlie de la Friedrichstrasse siguen los letreros («Está usted abandonando el sector americano») y la antigua caseta de vigilancia protegida por sacos terreros, y el negocio consiste en que los turistas hacen cola para fotografiarse, pagando, junto a unos actores disfrazados de soldados yanquis.

El tema del Holocausto es seguramente el más emotivo. Hay varios museos sobre el tema, más un monumento situado junto a la puerta de Brandemburgo que cubre un área muy considerable de terreno con una cuadrícula de bloques de cemento alargados como ataúdes. Uno circula entre ellos y se va sumergiendo poco a poco porque el terreno desciende y los bloques se hacen imperceptiblemente más altos, hasta que el cielo sólo se ve por los intersticios.

Simbólico y espectacular, ciertamente. Pero más íntimo, personal y doloroso es otro recuerdo a ras de suelo, sin pretensiones. El paseante encuentra de vez en cuando, en el umbral de una casa de vecinos actual o en el espacio correspondiente al de una vivienda desaparecida, plaquetas metálicas que llevan inscritos nombres de personas y tres fechas: la de nacimiento, la del día en que esa persona fue arrancada de su vivienda habitual, y la de su muerte violenta. No tomé apuntes de modo que cito de memoria algunas de las placas que vi: estaban los dos Abrahamsohn, padre e hijo; los tres Brauner, padres e hija; los Shiele, los Rosenthal, los cuatro hermanos Laufer (tres chicas y el benjamín; las fechas de nacimiento eran 1926, 1928, 1929 y 1930; la mayor tenía 12 años y el pequeño ocho cuando se los llevaron de allí en 1938; no hay placas de los padres); un Cohn solitario y ya anciano, y nada menos que cinco Salinger, la familia completa. Murieron todos, pero Berlín mantiene vivo su recuerdo en los lugares a los que pertenecieron.