Ni Carmen ni yo habíamos estado nunca antes en Berlín, de modo que lo hemos visitado al tuntún, un poco a ver qué es lo que había.
Berlín quedó arrasada hará sus sesenta años por muchas y muchas
y muchas toneladas de bombas. La reconstrucción ha sido larga: aún continúa en
buena medida. Ha habido tiempo, por tanto, para trabajar con sentido e
intención, y el resultado es que hoy la ciudad es una especie de aleph al modo de Borges, un lugar mágico
donde la historia se condensa y la memoria se hace transparente.
Contribuyen a esa transparencia de la memoria los centenares de
museos berlineses de todas las temáticas y contenidos posibles. No estoy
hablando de museos de chichinabo, de los de a siete la media docena. Muy al
contrario. Sin ir más lejos el Museo de Pérgamo, donde pasamos Carmen y yo la
mañana del martes, tiene uno de los ratings más altos de la escala Richter de
los museos del mundo, o sea, es un museo del puto copón, y no exagero una
tilde.
Pero no son sólo los museos. Foster hizo una cúpula nueva para
el Reichstag. La hizo de perfil bajo, uno, y transparente, dos, de modo que
vista de lejos sólo se ve la armazón de hierros que la sostiene, y da la
sensación de un edificio en ruinas. En Postdamer Platz, reconstruida varias
veces a lo largo de su historia, y uno de los puntos neurálgicos del recorrido
del Muro, la nueva arquitectura de armatostes caóticos de acero y cristal, como
el edificio Sony y otros vecinos, semeja una tremenda explosión solidificada.
Los dos puntos álgidos de esa memoria berlinesa de las catástrofes
sucesivas son el Holocausto y el Muro. En el tema del Muro encontré una
concesión chabacana a la comercialidad: en el Checkpoint Charlie de la Friedrichstrasse
siguen los letreros («Está usted abandonando el sector americano») y la antigua
caseta de vigilancia protegida por sacos terreros, y el negocio consiste en que
los turistas hacen cola para fotografiarse, pagando, junto a unos actores
disfrazados de soldados yanquis.
El tema del Holocausto es seguramente el más emotivo. Hay varios
museos sobre el tema, más un monumento situado junto a la puerta de
Brandemburgo que cubre un área muy considerable de terreno con una cuadrícula
de bloques de cemento alargados como ataúdes. Uno circula entre ellos y se va
sumergiendo poco a poco porque el terreno desciende y los bloques se hacen
imperceptiblemente más altos, hasta que el cielo sólo se ve por los
intersticios.
Simbólico y espectacular, ciertamente. Pero más íntimo, personal
y doloroso es otro recuerdo a ras de suelo, sin pretensiones. El paseante
encuentra de vez en cuando, en el umbral de una casa de vecinos actual o en el
espacio correspondiente al de una vivienda desaparecida, plaquetas metálicas
que llevan inscritos nombres de personas y tres fechas: la de nacimiento, la
del día en que esa persona fue arrancada de su vivienda habitual, y la de su
muerte violenta. No tomé apuntes de modo que cito de memoria algunas de las
placas que vi: estaban los dos Abrahamsohn, padre e hijo; los tres Brauner,
padres e hija; los Shiele, los Rosenthal, los cuatro hermanos Laufer (tres
chicas y el benjamín; las fechas de nacimiento eran 1926, 1928, 1929 y 1930; la
mayor tenía 12 años y el pequeño ocho cuando se los llevaron de allí en 1938;
no hay placas de los padres); un Cohn solitario y ya anciano, y nada menos que
cinco Salinger, la familia completa. Murieron todos, pero Berlín mantiene vivo
su recuerdo en los lugares a los que pertenecieron.